En memoria de Javier Sierra – David Sáenz #Columnista7días

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Uno de los días de la semana pasada me desperté e hice lo que parece natural en esta época, tomé mi celular y entré a una red social. Enseguida me encontré con una noticia triste y devastadora, un hombre de mi pueblo, a quien conocí hace un poco más de una década se suicidó. Inmediatamente, me sucedió lo que les pasa a muchas personas cuando se enteran de una muerte: todos los recuerdos se destraban, como si el muro que los contiene se derribara ante la trágica noticia.

Por consiguiente, recordé que, cuando lo conocí me pareció un hombre seguro de sí mismo. Un hombre con convicciones, de aquellos que son intimidantes por la seguridad con la que hablan, miran, caminan y están en el mundo. Sus convicciones lo conducían a la acción; hacía música, tal vez gozaba del mejor estudio de la región. También tenía un grupo de amigos músicos con quienes compartían el arte y del reconocimiento municipal y departamental. Tenía esposa y se veía feliz con su niña pequeña. Además, era docente de la Normal Superior, en donde era un profesor querido por sus estudiantes.

En algunas oportunidades conversamos por temas laborales. Sin embargo, cuando nos encontrábamos por casualidad, era el tipo de persona que saludaba con alegría, con auténtico interés de saber cómo está el otro. No era de esas personas que se centraban en hacer preguntas sobre el “éxito” que todos perseguimos y por el que sacrificamos en ocasiones la vida. Realmente, nunca me sentí incómodo al encontrármelo, como sí me siento con algunas personas de mi pueblo a quienes se les siente mezquindad en las preguntas.

En enero de este año nos vimos de nuevo. Estaba en un café con un amigo con quien yo había quedado de encontrarme, así que compartimos un café los tres. Sin embargo, lo noté distinto, pese a su amabilidad característica lo percibí distraído. Sus palabras ya no gozaban de la seguridad de antes. En su rostro había una tristeza imposible de ocultar. Su conversación ya no fluía con la misma espontaneidad de antes. Sin que lo notáramos, se levantó, pagó y se despidió. Me quedé pensando en qué le pasaría a este ser tan bondadoso, talentoso y amable. Un hombre que verdaderamente le hacía bien a la gente, al pueblo y a la juventud que lo escuchaba.

Ahora bien, su suicidio, además de causarnos las lamentaciones necesarias, tiene que decirnos algo. Quienes se suicidan, en parte se sacrifican por nosotros para que nos hagamos preguntas y encendamos las alertas. ¿Qué podemos hacer para no abrirle la puerta a la depresión? ¿Cómo podemos buscar ayuda si sentimos que la vida nos empieza a pesar mucho? ¿Cómo podríamos ponerle un toque de escepticismo a las situaciones que vivimos para quitarles su gravedad? ¿Cómo hacemos para detener una posible avalancha que podría destruirlo todo?

Ante la muerte de un suicida no nos queda más que respetar sus decisiones y su memoria. Dar las gracias por lo vivido. Dejar ir. Tal vez nos queda la misión de ver la vida con fe, que como lo propuso Pablo de Tarso en una de sus cartas, no es otra cosa, sino encontrar sentido en todo lo que sucede y nos habita, incluso en lo absurdo y en lo que no comprendemos.