Al día siguiente, Jael cumpliría el octogésimo aniversario; él, siempre había sido amante del cuidado mental y físico, por eso desde hacía unos días, se había propuesto comprobar para sí mismo sus condiciones en la senectud, eso lo llevó a que en ese amanecer los primeros rayos de luz de la alborada, lo saludaran ascendiendo el camino Muisca, el que lo llevaría hasta las cárcavas, un sitio mítico y encantador, tallado por la erosión de los intensos inviernos y los vientos huracanados. El hombre se sentía feliz porque había vuelto a sentir la caricia de la brisa helada de Iguaque y el agua fría del pozo, en la quebrada que descendía del páramo, despacio pero constante, de la misma manera él había llegado a la cima de la pendiente, con la respiración agitada y el corazón en la mano.
Al medio día, los ojos indiscretos de algunos lugareños lo vieron regresar al pueblo por el mismo sendero, cuando el sol caía vertical sobre los tejados coloniales y las calles empedradas del poblado, las que fueron testigos silenciosos del paso de la historia, de celestinas alacahuetas de citas clandestinas, de amores y traiciones en pasadas generaciones, pecados que entre tinieblas libidinosas y ocultos entre las sombras de los portales y tras portones, eran luego depositados en confesionarios de frailes cómplices.
A esa hora la superficie de las piedras destellaban por el intenso calor, obligando al octogenario caminante a acelerar el paso, para buscar descanso en el aire fresco y la sombra acogedora de su casa. Se veía extenuado cuando traspuso el portón, y sin detenerse buscó un revitalizador baño, el que le devolvió el aliento, perdido por las inclemencias del clima y el derroche de esfuerzos, pero él se sentía satisfecho, cuando ansioso se recostó en la hamaca, en medio de reconfortantes suspiros después del baño.
Inesperadamente, Jael estiró un pie por fuera de la hamaca, hasta alcanzar el tronco del árbol de pomarrosa, del que siempre guindaba el chinchorro, y desde allí se impulsó para mecer sus ocho décadas, entonces los guindos chirrearon quejumbrosos por su peso, mientras el día se acababa y el atardecer se extendía sobre el horizonte de recuerdos, entre los destellos de una llama viva.
El ocaso se dibujó en el horizonte, y ahí seguía Jael, absorto en medio del vaivén de la hamaca, disfrutando el juego ensoñador del paisaje, viendo los racimos de plátano colgados en la mata, que parecían esconderse tras los vástagos y las enormes hojas, para evitar su ojo experimentado y sabio, que por verlos ya maduros, podría convertirse en verdugo y ordenar su corte.
Jael siempre había pensado que la esencia de la vida únicamente obedecia a un solo ciclo en todo el universo, nacer, vivir y morir, así en todas las especies, todo en un orden perfecto, entonces concluyó que él ya había cumplido su tarea, que los años que le quedaban, eran designios de la bondad divina, además consideró que en la vida, el tiempo era tan circunstancial y subjetivo, que en el peregrinaje diario del sendero, el mismo segundo podía ser eterno o efímero, y su segundo eterno lo estaba viviendo intensamente, desde el día que había conocido a la mujer de su vida.
Jael se perdió en sí mismo, y sintió que se mecía en la hamaca del tiempo, pensó en los tantos años, que se habían quedado en el camino, y él, a pesar de llevar impresa las huellas del día a día, en los surcos de la piel, y la nieve que en alguna tarde de invierno se había quedado a dormir en su cabello, él y su esposa habían tenido el poder de fundir sus vidas en una sola, igual que sus sombras se convertían en una sola cuando estaban cerca, a pesar de los años, seguían con el alma de niño en sus corazones.
En ese momento abrió los ojos y desde el péndulo de la hamaca, vio a través del enorme ventanal de la cabaña, la figura amorosa de su compañera de vida en la cocina, dedicada a preparar delicias para el paladar, y percibió intensamente el aroma de su alma buena, la que lo había enamorado desde siempre, a diario sucedía lo mismo, ella despertaba su alma adolescente enamorada, haciendo que, a sus ochenta años volvieran las mariposas a revoletear, tan solo con la fugaz mirada y la sonrisa que se quedaba aleteando en los labios femeninos.
A esa hora el ocaso se durmió lentamente, en el regazo de las tinieblas de la noche, hasta que la dulce voz de su amada lo sustrajo del sueño, invitándolo a un delicioso bocado, y luego tomándolo de la mano, lo ayudó a bajarse de la hamaca, para llevarlo a tomar la cena en la víspera de su cumpleaños, mientras la luna cómplice se asomaba en el horizonte y una estrella fugaz dejaba buenos deseos pintados en el cielo, para la feliz pareja de enamorados en este planeta, donde hoy el amor de viejos es un artículo de lujo en extinción, igual que muchas especies en la naturaleza.