Pareciera que existe un desinterés generalizado por la educación superior, como si se hubiera perdido la confianza en su funcionalidad o en su poder. Aunque, como muchos problemas en la educación, se trata de un fenómeno complejo.
Los fenómenos educativos son divergentes, es decir, a medida que se adelantan debates sobre problemas de este tipo aparecen nuevas diferencias y se profundizan las existentes, como señala German Bula Escobar, abordar estos problemas nos lleva a desembarazarnos de la pretensión de certidumbre y a estar dispuestos a “vivir en actitud permanente de debate, reflexión, búsqueda y apertura de posibilidades”.
De esta manera, cuando se piensa en cómo mejorar la educación en nuestro país se debería trabajar para armonizar la oferta educativa (tanto pública, como privada) respetando el libre mercado y al mismo tiempo respondiendo a las necesidades de proyectos relevantes para la nación. Pero resulta problemático identificar las necesidades reales de los sectores productivos.
El Observatorio de la Universidad Colombiana, señala desde el 2023 que en Colombia no contamos con estudios rigurosos que identifiquen “las necesidades reales de formación que el mercado laboral y las oportunidades de desarrollo estratégico requieres de parte de sus Instituciones de Educación Superior”. Acá se entrecruzan problemas asociados con la falta de estabilidad en las políticas públicas para pensar proyectos socioeconómicos que se apalanquen con procesos educativos.
En la experiencia del SENA resulta relevante los esfuerzos por armonizar sectores productivos integrando actores gremiales y académicos a través de Mesas Sectoriales; aunque unas décadas atrás se hacían esfuerzos adicionales, desde esta entidad, para caracterizar la dinámica de diferentes sectores laborales. Por supuesto que también hay experiencias exitosas, en muchas universidades, de articulación con los sectores productivos.
En este escenario variable, muchas personas perciben que las universidades no están ofreciendo la preparación adecuada para enfrentar el mercado laboral, o por diversas razones, pareciera que hay una suerte de desconfianza en la educación superior.
A pesar de que en Colombia la desigualdad salarial es fuerte entre niveles educativos técnicos y profesionales, pareciera que hay una mayor preocupación por el empleo que por la educación; en gran parte porque se percibe que la formación profesional ya no es una garantía para lograr la empleabilidad.
Según el Observatorio de la Universidad de Colombia, la habilidad para ser emprendedor (adinerado, exitoso), sin importar el conocimiento, genera más reconocimiento social. De cualquier manera, no es tan fácil afirmar que hay una ola de cultura de “dinero fácil”, al menos sería muy diferente a la experiencia de la década de 1990 en la que se asociaba el dinero rápido con la ilegalidad.
Hay variables que requieren más estudio: algunos opinan que las promesas de mejores oportunidades de acceso a la educación pueden generar expectativas de gratuidad que no siempre son realistas; el acceso a oportunidades de educación informal o para el desarrollo de habilidades técnicas específicas, parece generar oportunidades para algunos que se aventuran a trabajar después de una capacitación rápida, sin esperar llegar a obtener un título profesional; el aumento en los precios de las matrículas en las universidades privadas hace más reñido el acceso a la educación pública.
Desde 1991, el filósofo británico Ronald Barnett planteaba que es cada vez más la influencia de la sociedad en la educación superior, por lo que los intelectuales ya no son considerados esos sabios desde una “torre de marfil” que señalan el rumbo de la sociedad. Ya no ocurre que los intelectuales sean respetados como antaño. Lo cual no es tan fácil de evaluar como bueno o malo. Un intelectual puede asesorar o dirigir proyectos constructivos o bélicos.
Recientemente se ha discutido qué tan tecnocrático, burocrático o político debe ser un gobierno; y ha quedado en el ambiente que entre quienes abogan por la tecnocracia posiblemente hay muchos que defienden una burocracia enquistada en centros de poder asociados a instituciones y tradiciones más que a técnicas de administración. De esta manera, varios analistas concuerdan que la preparación técnica no siempre es garantía de eficiencia, ni de anticorrupción. Acá se puede ampliar el debate hacia las relaciones entre educación y poder.
De esta manera, es posible que en Colombia no se presente una desconfianza como tal en la educación superior, pero sí se cuestiona su nivel de rentabilidad, si se considera la inversión. La actitud filosófica del amor al conocimiento, parece ya no tener mucho sentido, especialmente si se reduce todo a la discusión de la rentabilidad.