Mujer, poesía y naturaleza – Fabio José Saavedra Corredor #Columnista 7 días

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Para Eustasio el Poeta, el tiempo no era más que el camino de la vida, en este, el día y la noche se dibujaban y desdibujaban en vueltas infinitas,  como sucedía en el vórtice del remolino en el Maelström de Allan Poe, entre aguas tormentosas y aguas en calma, como si fueran rosas y espinas en el mismo tallo, con las que un día se podrían alimentar ilusiones y amores, así fuera en las sentidas notas de un bolero, colgadas en el balcón de la amada, o podrían ser las mismas flores tristes que gimen entre lágrimas, a la orilla de una fosa despidiendo la vida. 

La verdad era que, esa tarde, Eustasio avanzaba por la mitad de la polvorienta calle mayor del pueblo, iba como siempre, obnubilado en sus pensamientos, mientras que, en los porches, se veían las abuelas cargando recuerdos del ayer lejano y meciendo los años en las quejumbrosas mecedoras de mimbre momposinas, herencia de sus ancestros, algunas saludaban con la mano el paso de Eustasio, sin quitarle el ojo de encima a los inquietos nietos, para quienes el juego era su vida.  

Algunas ancianas seguían la figura del caminante, con sus cansadas miradas, hasta que esta se iba diluyendo en la nebulosa de su propia miopía, o se desdibujaba en la distancia del sendero, el que, en las afueras del pueblo, se agarraba a la pendiente de la colina, simulando una gigantesca serpiente.

En esos momentos el poeta ascendía lentamente, al mismo tiempo que iba recordando, que igual a las abuelas en los porches, la mujer en la historia, siempre había sido compañera indispensable, también recordó cómo cuando niño sus sueños habían sido arrullados en las madrugadas, por el canto de las mirlas y los suaves pasos de su madre, acompañados por la imperceptible y tierna voz materna, que ordenaba apurar el desayuno a Lastenia, la señora que ayudaba en la cocina, mientras tanto él oía a la abuela, organizando a las mujeres encargadas de las labores en la panadería, de lejos le llegaba la voz de Ventura la hornera, que no paraba de regañar al bobo Raimundo, por haber dejado mojar la leña, porque se demoraba en prender, y además la humareda inundaba la casa, haciéndolas llorar a todas, como plañideras, según decía la Nona.

En la media tarde, cuando terminó el fatigante ascenso, pensó que su vida siempre había estado rodeada de mujeres incansables, que ellas eran las primeras en saludar el día y las últimas en despedirlo, no entendía cómo podían estirar el tiempo para hacer tantas cosas, sin perder la amable sonrisa de su rostro.

El poeta también había tomado por costumbre, todas las noches de luna llena, subir al pequeño cerro, y allí acompañar a su entrañable amigo, un viejo lobo gris que a medianoche se veía recortado en el horizonte aullándole a un mundo desconocido, y ahí parado junto al animal, el bardo parecía la reencarnación de San Francisco de Asís, algunos borrachitos que salían en la madrugada, de la chichería de Doña Cuncia, contaban haberlo visto, haciendo un coro de lamentos con el hermano lobo.

A esa hora, la luz plateada de la luna se extendía sobre el pueblo y el valle, al mismo tiempo que de entre las copas de los árboles se oía emerger el ulular de las lechuzas, mientras que el poeta dormía recostado en el prado, con la cabeza reclinada en el lomo de su amigo lobo, que condescendiente se había echado sobre la hierba, cansado de tanto aullar, contándole a la misteriosa Selene sus requiebros y angustias, entonces el bardo entró en el profundo mundo del sueño, donde vio dos pequeños lobeznos, trayendo una bola de arcilla, la que  amasaron con sus patas, y el agua que traían en los picos los búhos y las lechuzas desde el río, hasta que la convertían en una masa maleable y plástica, para luego entregársela, y que la creatividad del poeta le infundiera vida.

A esa hora del sueño, la luna creció y creció como el globo blanco impoluto más grande de la historia en las ferias del pueblo, parecía colgado en el cielo rodeado de un manto de estrellas, entonces todos los rincones del valle se iluminaron, en tanto el poeta hacía infinidad de palabras con la arcilla, entregándoselas a la brisa, para que las fuera colgando en la resplandeciente luna, y así fueron escribiendo con el viento, sentidos versos a la mujer y su magia femenina, mientras las mamás búhos y lechuzas cubrían con la tibieza de sus cuerpos y el amor materno, a sus pichones en los nidos.

En medio del sueño, se dibujó sobre el disco inmaculado del cuerpo celeste, el más idílico poema a la vida, y cuando Chía caía lentamente sobre el horizonte del amanecer, el poeta vio cómo todos en el pueblo celebraban alborozados sus sentidos versos, los que niños y abuelos, hombres y mujeres, danzaban tomados de las manos, cantando la ronda de los versos a la mujer de todos los tiempos.

¡Mujer!

Divina siembra de vida

Inagotable fuente de amor y ternura,

aliento del cansado peregrino

entre los abrojos del sendero.

Eres ilusión con alas de brisa,

misterioso silencio que abriga

la soledad en la noche fría.

Mujer hecha con pétalos

de bellas flores silvestres

regadas con puras gotas de lluvia,

¡Mujer! Alegría y sonrisa sincera

en invierno o primavera.

¡Sentirte cerca!

Es abrazar el universo.

¡Mujer!

Eres un ser de huellas eternas,

¡nunca de pequeñas briznas!

En brazos del caprichoso viento.

Así, desde que vinimos de tu vientre,

hasta nuestro adiós, rumbo al cielo.

FABIO JOSÉ SAAVEDRA CORRREDOR

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