En esta época de culto al yo y en el que hemos creído ingenuamente que todo lo que deseamos puede ser logrado, vale la pena recordar que la vida humana tiene límites, a saber, el tiempo, el espacio, las relaciones con los demás, la biología, el azar, la contingencia, la vejez, la enfermedad, la muerte…
Saber aceptar que no todo puede ser logrado ni alcanzado contribuye a no sentir la frustración y la ansiedad que vivimos en estos tiempos modernos, en el que anhelamos un crecimiento infinito en todos los aspectos de nuestra vida. Creer que podemos alcanzarlo todo nos aleja de la contemplación del presente. También nos envuelve en un círculo en el que nada en la vida se hace suficiente. Anhelarlo todo y creer que todo puede ser conquistado nos hace seres insatisfechos, incapaces de apreciar la belleza que se manifiesta en los otros, en el aire que respiramos y en la edad que se nos va yendo.
Precisamente, en estos días que he estado leyendo la novela, Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, leí una escena que conmovió mucho a Adriano sobre el emperador Trajano, quien en un momento de su vida tuvo que aceptar que la vida tenía límites, que no todo podía ser logrado ni alcanzado:
Uno de aquellos relatos me conmovió al punto de incorporarse para siempre a mis recuerdos personales, a mis símbolos propios. Apenas llegado a Sharax, el fatigado emperador había ido a sentarse a la orilla del mar, frente a las densas aguas del Golfo Pérsico. En aquel momento no dudaba todavía de la victoria, pero por primera vez lo abrumaba la inmensidad del mundo, la conciencia de su edad y de los límites que nos encierran. Gruesas lágrimas rodaron por las arrugadas mejillas del hombre a quien se creía incapaz de llorar.
El jefe que había llevado las águilas romanas a riberas hasta entonces inexploradas, comprendió que no se embarcaría jamás en aquel mar tan soñado; la India, la Bactriana, todo ese Oriente tenebroso del que se había embriagado a distancia, se reducirían para él a unos nombres y a unos ensueños.
Al leer la escena imaginé al viejo emperador, más que triste, reconciliado con la vida. Aceptó la idea de finitud que contiene lo humano. El viejo se sentía listo para dejar de añorar. El emperador de Roma después de esta escena regresó a un lugar seguro para esperar la inevitable, la muerte, tan democrática, que no le rehúye ni al emperador, tampoco al esclavo.
Ahora bien, con este texto no se pretende hacer una oda a no soñar o a no trabajar por los proyectos personales, es más bien una propuesta en la que el sueño sea la vida misma, con sus límites y sus carencias. Tal vez aceptar los límites nos pueda ayudar a reconciliarnos con nosotros mismos, a aceptar que cuando la vida nos dice en algún momento que no, entendamos que eso hace parte de vivir. Incluso aquellos seres humanos que consideramos todopoderosos son frágiles y carentes de lo infinito.