Dalia Azucena vivía en ese mundo etéreo, donde la realidad se perdía, como la brisa que va y viene sin que ojo humano la vea, pero si se le sentía, así, el amor se había apoderado de ella, envolviéndola en una obsesión enfermiza, cercana a la demencia.
Entre tanto, los decires populares, fueron tejiendo alrededor de ella, una red de historias fantásticas, que se las fue llevando el viento, en las alas y el pico de las gaviotas, por esos andurriales impalpables de Dios y en noches de pesca, cuando el silencio era el compañero de las redes, entonces las palabras se vestían de susurros, en boca de los pescadores, mientras ellos mataban el tiempo y mitigaban la espera, haciendo que la fantasía se volviera cierta.
En tanto, a ella los días se le habían confundido con las noches, como si cumpliera una penitencia eterna, ahí, seguía esperando al infiel en el muelle, y tirando pétalos a la corriente, hasta en las noches de tormenta, cuando los rayos rasgaban la sedosa oscuridad del cielo, y la voz del trueno, hacían aullar las jaurías en el pueblo y las serpientes se estremecían bajo las piedras, en esos momentos el destello del relámpago abrazaba a Dalia Azucena, como si le rindiera un tributo de veneración a una diosa, así, se le veía, recortada la figura a media noche, imperturbable y majestuosa, vestida de blanco de pies a cabeza, con el largo cabello azotado por las ráfagas de viento, y la lluvia impúdica, pegándole las ropas a la piel ansiosa, de una mujer que estaba dispuesta a darlo todo y que todo lo esperaba.
Contaba un pescador que una noche de difícil tiempo, mientras atoaba su chalupa al muelle, la oyó gritar al viento:
Amadeo… Amadeo, quiero ser la piel que te caliente en noches de tormenta,
quiero ser la brisa que te refresque bajo el sol intenso,
quiero ser la caricia deslizándose en los rincones imposibles de nuestros cuerpos.
Ven, ven Amadeo y hagamos de este infierno un cielo.
Así relataba, el recio hombre de mil tormentas en mar, río y tierra, que las palabras de la mujer, tenían mezclados todos los sentimientos del viento enfurecido, lo mismo que cuando azotaba las palmeras, obligándolas a inclinar su altivez, hasta tocar el suelo con la corona de sus hojas.
Allí en el muelle, a la mujer se le fueron fundiendo las alboradas y los ocasos, en un solo tiempo, ella dejó de percibir el paso de las horas y vivía perdida en sus recuerdos, pero como decía el Mamo Chimila, «no hay mal que dure mil años, ni cuerpo que lo resista».
Una tarde de enero, en la que el ocaso incendió el horizonte, con los colores de la candela en el fogón de la Nona, el espejo de agua en el río y la ciénaga de Zapatosa reflejaron el cielo azul, que parecía bordado con el fuego de algún infierno sobre la línea de las montañas, mientras Dalia Azucena seguía sentada en el muelle, con los pies dentro del agua, disfrutando su frescura y las caricias de los alevinos de las tolombas, entonces ella, perdía la mirada en la distancia, sobre el espejo de agua, donde permanecían los caimanes al acecho.
Con los ojos inyectados en sangre, igual a faros rojos, anunciando la muerte. Con el paso de las horas, uno tras otro, los peligrosos saurios se iban yendo, pero siempre se quedaba uno, como si fuera un centinela de la mujer, hasta que ella buscaba descanso en la choza.
Así pasaba atardecer tras atardecer, o noche tras noche, hasta que en un ocaso cualquiera, el extraño vigilante con ojos de fuego, nadó sigiloso al muelle, mientras los alevinos seguían jugando con los dedos de los pies de Dalia Azucena, ella percibió a la bestia tan cerca, que casi rozaba sus piernas, incluso alcanzaba a oír la respiración agitada del animal, vio los colores del ocaso reflejados en sus ojos, que parpadeaban nerviosos, como si el animal quisiera pedir perdón.
Estaba tan cerca de sus pies, que de una tarascada la hubiera desaparecido, pero no… seguía ahí… estático, con la mirada perdida en los ojos femeninos, incluso ella percibió, que el rojo sangre había desaparecido, y en su lugar, vio el color amelado de los ojos de Amadeo, en ese momento la bestia pareció rosar con la punta de la nariz los pies de Dalia Azucena, y luego dando un fuerte coletazo se perdió en las profundidades de la ciénaga, emergiendo en poco tiempo, y raudo huyó a lo lejos, dejando una estela espumosa a su paso, en tanto que la mujer parecía petrificada, como fundida al muelle, estaba segura que había visto los ojos del marido sinvergüenza, y que acababa de recibir, un beso furtivo de sus labios, cuando la rozó la suave nariz del peligroso caimán.
Sucedió que el coletazo del animal, pareció descargar la furia contenida por alguien desesperado y elevó tanta agua, que empapó a la mujer de pies a cabeza, sacándola del arrobamiento que le produjo, haber visto los ojos del infiel enamorado, en tanto ella permanecía sentada en el muelle, disfrutando las gotas deslizándose por su mejillas y labios, entonces, recordó la noche del primer encuentro con Amadeo, perdidos entre las palmeras en la playa, y las gotas de lluvia rodando entre sus cuerpos desnudos, aliviando los sentimientos encendidos como brazas que los embargaban.
Hoy, ahí sentada en el muelle, con los párpados cerrados y el corazón queriéndosele salir del pecho, apuró ansiosa las gotas del recuerdo que se deslizaban por sus sensibles labios, como si fueran el amor de viejas épocas.
A esa hora, la luna curiosa se asomaba en el horizonte, mientras un misterioso brillo bailaba en los ojos de Dalia Azucena, que volvió a sonreír enigmática, cuando busco la choza, y allí por primera vez, en mucho tiempo, se entregó a un merecido descanso.
*Por: Fabio José Saavedra Corredor