Resurrección y muerte de Ariguaní – Fabio José Saavedra Corredor #Columnista7días

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Hoy en el nuevo Ariguaní, de la adormilada Adalgisa, esa corpulenta dueña del restaurante, ya  solo quedaba en la mente de los viejos lugareños, un débil recuerdo entre la bruma del tiempo, como si  fuera un fantasma balanceándose en una vetusta mecedora, con la mirada perdida en la distancia sobre el río, esperando siempre, que en el muelle atracara un champán, transportando clientes en búsqueda de su milagrosa comida, así vivía ella, atardecer tras atardecer en el solitario puerto, en ese pueblo enigmático, del que hasta el afán había huido, porque nunca nadie parecía tener prisa. 

De la Adalgisa fantasmal, hoy ya no quedaba ni una pizca, hoy era una mujer renovada y la mecedora permanecía abandonada, en tanto el restaurante se atiborraba de clientes, mientras ella no daba abasto repartiendo comidas, por eso, las picarescas lenguas de los pocos pescadores que quedaban, al verla tan lozana y vital, urdían bromas y murmuraban que había pasado a mejor vida, igual que el resucitado Amadeo. 

La dueña del restaurante había bajado tanto de peso, que la piel le quedaba grande, y en las mañanas, después del baño, tenía que recogérsela por pliegues en la espalda y al medio día cuando el sol canicular, emitía sus inclementes rayos sobre las cosas y parecía calcinar las piedras en la calle. 

Entonces por los pliegues de la piel le corrían gotas de sudor, igual que la lluvia, en los ápices de las hojas en el Acacio rojo, pero no todo eran incomodidades, la mujer había recuperado la agilidad y la alegre sonrisa, cuando veía, que a medida que pasaban los días, el comedor se desbordaba con comensales, incluso, a la nueva Adalgisa se le volvieron a ver los hermosos ojos verdes, pues otrora se le habían perdido entre los abultados pómulos, todo a causa de la inactividad y la monotonía, que se respiraba  en el aletargado caserío. 

El que con el tiempo se fue sumergiendo en la soledad y el silencio, sufriendo el pesado paso de las horas, como si fuera cayendo en el vórtice de un torbellino de desidia y abandono, lo que fue ahogando sus ilusiones, hasta dejarla anclada en el vaivén quejumbroso de los balancines, en la mecedora de mimbre momposino.

Pero, afortunadamente para bien de todos, desde el día señalado por el destino, cuando el olor a caldo parado, trajera del otro mundo al andariego Amadeo, sucedió que todo el pueblo nuevamente cobró vida, no cesaban de llegar visitantes, y cazadores de fortuna queriendo pescar en río revuelto.

La única calle del puerto se fue inundando de coloridos ventorrillos, los traficantes de la suerte hacían su agosto, con las mesas de ruleta, o los hábiles prestidigitadores escondiendo la bolita, en tanto los payasos, con los megáfonos, anunciaban a mitad de precio, cuánto cachivache existiera en el mercado, mientras el aire se había enrarecido con el olor a fritanga, incluso una tarde llegó una familia de turcos desde Puerto Colombia vendiendo ungüentos mágicos para el dolor de muela, el reumatismo o talismanes para el mal de ojo.

Otra tarde aparecieron las gitanas, con sus vistosos trajes, exhibiendo sonrisas misteriosas, y leyendo la suerte en las líneas de la mano o en la ceniza del tabaco, una noche de plenilunio, la más vieja de la gitanas visitó a Adalgisa, y después de leerle la líneas de las manos y los pliegues de la piel recogidos en la espalda, le ordeno baños durante nueve días: de ajenjo, sábila, marihuana y manzanilla matricaria, también que leyera desnuda bajo las estrellas y la luna, una extraña oración cabalística, escrita en lengua desconocida. 

Recomendaciones que fueron seguidas al dedillo por la sufrida paciente, hasta que después de cumplido el novenario, los pliegues habían desaparecido, mientras ella enjugaba sus lágrimas de alegría, con la cabellera, igual que la Magdalena,  la gitana le predijo, que su camino estaba señalado con la estrella de Moisés, para dirigir un pueblo.

Todo el caserío se fue llenando de toldos y cambuches, hasta que llenaron el valle, a partir de ese momento, no tendiendo otra opción, los mercachifles se agarraron a la  pendiente de la colina, donde el párroco ermitaño había construido la pequeña iglesia, parecía como si todos se hubieran contagiado de una locura colectiva, porque incluso llegaron los galleros de Riohacha, y sin ningún miramiento, montaron la gallera en el atrio de la iglesia, contaron escandalizadas las pocas beatas haber visto al párroco, apostarle a un gallo colorado todas las limosnas.

Así, todos en ese mundo heterogéneo, como si fuera una de Torre de Babel, se sentía que la multitud transpiraba un instinto de sobrevivencia, todos trenzados en una lucha sin tregua, haciendo las condiciones de vida cada vez más difíciles.

Mientras tanto la dueña del restaurante se dedicaba a llenar sin descanso sus arcas, por eso debió organizar horarios y grupos de comensales, según turnos acordados.

En la calle el sinnúmero de perros vagabundos crecía como la espuma: pastores, pequinés, dálmatas, chihuahuas, hasta razas desconocidas o indefinibles, el instinto gregario canino, los fue organizando en jaurías, incluso, algunos llegaron a marcar territorios en el caserío y los alrededores.

En tanto Adalgisa, ordenó al servicio de la cocina, tirarles todas las noches los residuos de comida, al pie del gran Acacio rojo, el que había empezado a funcionar como orinal y comedor público, de todos los caninos y uno que otro borracho perdido.  Eso llevó a que el enorme follaje del Acacio,  tomará nuevas energías y permaneciera florecido, como si también, hubiera resucitado a una nueva vida.

El noble y agradecido corazón de Adalgisa, la llevo a compadecerse un día de Dalia Azucena, que seguía sentada en el muelle alimentando los bocachicos y tolombas, con pétalos de margaritas, envueltos en suspiros por el infiel ausente, entonces le mandó a construir al final del muelle, una choza cubierta con hojas de palma de la sierra, donde se protegió la falsa viuda, del sereno nocturno y el inclemente sol, que con sus rayos, ya le había cambiado la piel varias veces a la esperanzada enamorada. 

En tanto la multitud de peregrinos, desfilaban por el río, ansiando verla, así fuera desde la distancia. Al final, el pueblo se colmó con gente de todos los pelambres, buenas y malas, parecía un hormiguero de problemas, fue cuando regresaron las autoridades a organizar el despelote, el Alcalde volvió a su entelarañado despacho, con todo su equipo de gobierno, con los que había despachado desde el pueblo vecino, desde los tiempos de upa, su primer decreto fue cambiarle el nombre al municipio, el cual dejó de llamarse Ariguaní, por Issa Oristunna, que en lengua Chimila quería decir «tierra de la nueva esperanza».

La llegada de la autoridad cayó como piedra en avispero, todos alegaban derechos adquiridos, las asonadas eran pan diario, hasta que una mañana, aclamaron a Adalgisa como nueva alcaldesa de la tierra de la nueva esperanza, cumpliéndose la premonición de la gitana.

Por: Fabio José Saavedra Corredor

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