Alejandra, la hermosa adolescente había tomado por costumbre, acostarse igual que las gallinas, antes que el día se rindiera en brazos de la oscuridad, para estar lúcida a media noche, cuando empezaban sus tareas en la venta de comida, por eso, a esa hora ella dormía plácida, soñando que la vida de su familia era igual al río de su pueblo, en el que se encausaban acontecimientos de todos los sabores.
Al comienzo de la noche soñó con días de crecientes de borde a borde, alimentadas por incontenibles tormentas de invierno, que calmaban la sed de la tierra o arrastraban desesperanza en las labranza de los sufridos labriegos, luego, que venían días de cauces secos, en los que acechaba el hastío bajo soles intensos, después, que venían días en los que el viento se llevaba los amenazantes desastres y las nubes negras de tormenta, para desbordarlos por las cascadas del horizonte, entonces el hastío se disolvía en el tiempo, y las praderas reverdecían y las plantas se cubrían de flores, igual que el árbol de sus sueños cargado de frutos que obligaban a las ramas a rosar el suelo, entonces su sueño se convirtió en pesadilla, cuando los ríos devolvieron su cauce y subían del mar a las montañas, devolviéndole a la humanidad toda la basura con la que los habían contaminado a través de los siglos.
En ese momento, Alejandra bendijo el fastidioso timbre del despertador, que la salvó de morir ahogada entre los montones de basura que devolvían el mar y los ríos a la humanidad en los pueblos.
Calculó que debía acercarse la media noche, era un viernes común y corriente, esa hora en la que todo era carreras en su casa, porque empezaban las rutinas en las tareas del asadero, un negocio artesanal con sello femenino, impreso por las mujeres de la familia, herencia de madres a hijas, era un duro trabajo en el camino del tiempo.
Aleja dejó las cobijas, sacudiéndose bajo la ducha la modorra del sueño, mientras escarbaba en su memoria, buscando en sus recuerdos el origen de este oficio heredado de sus ancestros.
Repasó los relatos contados por la voz cansada y pastosa de la bisabuela, mientras que volando arreglaba la cama, en ese momento se detuvo a admirar su exuberante belleza, que se reflejaba desnuda, en el espejo de cuerpo entero de la puerta del armario que le regalara la abuela, testigo mudo de floridas intimidades de tantas generaciones, confidencias sólo compartidas entre mujeres, en el camino de la historia, perdidas en la bruma del pasado, sin que Alejandra pudiera encontrarle origen, aún más allá de finales del siglo XVIII, fechas en que nacían las remembranzas de su abuela más abuela, contadas entre lágrimas del humo de leña verde, y totumadas de chicha, al ritmo de bambucos y torbellinos, con el revuelo de enaguas de faldas rotondas, coloridas, como las flores del altar de Santa Rita de Casia en la iglesia del pueblo, » esas si eran fiestas mijitica» decía, mientras los grandes ojos verdes le chisporroteaban, como la candela del fogón, cuando se atizaban las brasas.
Ahí parada frente al espejo se tejió volando las dos trenzas, como si sus ágiles dedos fueran alas de colibrí, ahí recordó el día que se imaginó al santo más bonito del templo, parado al lado de ella, ese San Juan con los cachetes coloraditos como los de ella, empelotico como llegó a este mundo, entonces como una exhalación se santiguó y el santo desapareció en medio de un suspiro, esa tarde se confesó con el Cura Gutiérrez, quien la citó a la casa cural para darle la absolución, pero se quedaría esperándola hasta después del juicio final, porque la sabiduría de la abuela, que sabía más por vieja que el diablo, la mando a confesar con el Párroco del Topo en el pueblo vecino, de donde regresó más santica que el mismo San Juan, la causa de sus descarriados pasos.
Con tanta pensadera el tiempo había pasado y se le estaba haciendo tarde para su tarea, entonces le valieron paticas y mientras se limpió un ojo, su mamita Graciela y la nona Olimpia, pelaban el maíz con cal y ceniza de madera, por su parte, en ese momento Alejandra se ocupó en cecinar las dos piernas de res, que había dejado el carnicero sobre el mesón la noche anterior, apenas quedaron los huesos pelados y dos platones llenos de lonjas de carne, adobadas con cerveza y un menjurje de yerbas que solo preparaba la Nona Tránsito.
Ella también contaba, que en la Guerra de los Mil Días, se habían llevado al abuelo Nepomuceno, a pelear en las filas liberales, en el Magdalena medio, y que la necesidad las había obligado a montar el famoso asadero de “Don Nepo”, según daba fe la más Nona, al comienzo solo levantaban el toldo en la plaza los días de mercado, pero con el tiempo, lo empezaron a levantar en las fiestas de los pueblos vecinos, en Tunja, en las del Topo y el Señor de la Columna, la Virgen del Carmen en Villa de Leyva, que a Toca las del Santo Cristo y a Arcabuco la Virgen del Amparo, hasta a las ferias y fiestas de la Santa Patrona de Chiquinquirá fueron a parar, hasta que un día, apareció el Sargento Nepomuceno como si hubiera resucitado de la nada, porque las noticias eran que lo habían dado de baja, el hombre venía sin un centavo y solo esperanzado en la pensión prometida por Mi General.
Mientras tanto las mujeres de la familia, desde la más antigua hasta la hermosa nieta, todas manejaban su platica, su tiempo y sus antojos, según contaba la más sabia, el olor a plata apagó los rescoldos y la furia de los celos en la casa, pero al pobre Nepomuceno le tocaba, “que me preste mijita para una cosa, que me preste mijita para otra”, hasta que no tuvo otro remedio que empeñar hasta su pensión de la otra vida, con Tránsito su esposa y con Rita su hija, porque nunca vio un centavo del estado, entonces ya en estos tratos, las mujeres resolvieron contratar al Sargento como guardaespalda, y todos contentos, en tanto que Aleja, la bella, seguía rezándole al San Juanito bonito, para que se bajara del nicho de la iglesia y que se volviera humano, a ver si así servía para algo.Fabio José Saavedra Corredor