Recordar viene del latín, de la palabra recordāri. Se compone de re, que significa, de nuevo, y de cordis, que significa, corazón. Por consiguiente, recordar es pasar de nuevo por el corazón. Sin embargo, esta acción funciona con mecanismos complejos y extraños, por ejemplo, cuando una situación evoca una memoria y resucita algo del pasado. Tal vez uno de los casos más conocidos en la literatura es el momento en que el personaje principal de En búsqueda del tiempo perdido, de Marcel Proust, sumerge la magdalena en el té y después la come. Inmediatamente siente una alegría infinita en su mundo interior, el cual se llena de memorias que reconcilian.
Personalmente, en estos días recordé, gracias a un diccionario y a una mano misteriosa en él, la palabra electricidad. Además de su definición, se hablaba de Benjamín Franklin. En seguida mi memoria me llevó a los trece o catorce años, cuando estudiaba en el Instituto Técnico Industrial, de Chiquinquirá. Tal vez en el grado séptimo. Me encontraba en el taller de electricidad con mis compañeros de clase y con el profesor Alejandro Cortázar, a quien no solamente le importaba que aprendiéramos a hacer circuitos, sino que conociéramos teoría. En eso momento, el maestro entregaba unos exámenes y se quedó con el último en las manos. Enseguida alabó la forma en que William Zapata resolvió las operaciones; ecuaciones a partir de fórmulas, diagramas y correctos procedimientos, etc., en otras palabras, el examen ideal. Sólo que, ante la pregunta, ¿quién descubrió la electricidad? Zapata Respondió: Frankenstein.
Todos reímos a carcajadas, incluido el profesor, que le entregó la evaluación a William con un apretón de manos y una sonrisa irónica e incrédula. Durante varios días llamamos al brillante compañero, Frankenstein. Después nos reíamos. Zapata no decía nada, era un hombre muy serio, aunque muy afable. Sabíamos poco de él; que vivía en el campo, en la vereda la Palestina y que se transportaba en bicicleta. También que era campesino, que labraba la tierra junto con su familia.
Cuando recordé ese momento, además de alegría, caí en cuenta de algo. El amable y brillante estudiante no estaba tan equivocado, porque en la obra de Mary Shelley (Frankenstein), Víctor, el padre de la creatura, hizo experimentos con la electricidad, y no solo eso, la electricidad entendida como fuente de movimiento y de vida fue un motivo para emprender su monstruosa empresa.
Tal recuerdo, me dio alegría, no solo porque evoqué un momento que creía olvidado. Por otra parte, pensé en William Zapata, en su calidez y su inteligencia. También en su silencio compasivo, porque nadie, ni siquiera el buen profesor, tenía su cabeza llena de literatura o de saberes humanísticos para lograr comprender que nuestro compañero no estaba tan alejado de cierta verdad: la relación existente entre la literatura y el campo de estudio. ¿Cómo hubiese sido el desarrollo de ese momento si nuestro maestro hubiese conocido la obra de Mary Shelley o si alguno de nosotros la hubiésemos leído? Supongo que hubiese ido más allá de la burla y de lo mero anecdótico.
¡Ya nadie lo sabrá!