Engaño histórico y dignidad refundida – Fabio José Saavedra Corredor #Columnista7días

A esa hora del amanecer, el canto de los gallos no cesaba de alborotar los solares en las casas del pueblo, se repetían como en un voz a voz, hasta perderse por los caminos veredales, incluso algunos se oían aletear para mantener el equilibrio, cuando iban bajando por la vara del gallinero, para luego pararse en el suelo, a desgañitarse con otro canto, llamando a las gallinas perezosas, que entre cacareos y con las plumas erizadas, protestaban por interrumpirles el sueño, mientras tanto el enorme colorado empinaba la cresta y arrastraba el ala, invitando al resto a apostar carreras.

Al mismo tiempo que esto pasaba, Aurelio se arrebujaba entre las cobijas, vaticinándole al molesto despertador, «siga cantando don gallo, que ya le llegará su hora» y se fue perdiendo nuevamente en el delicioso sueño mañanero, cuando oyó en el patio, los gritos de la esposa del Mayordomo, llamando a las gallinas a comer el maíz del desayuno, oía el piu, piu, piu, el golpe de las manotadas de granos de maíz rodando por el cemento del patio, seguido de las carreras atropelladas de las aves detrás del alimento.

El alboroto pasó pronto y Aurelio comenzaba a adormilarse de nuevo, cuando escuchó el insistente tañido de las campanas invitando a la feligresía a la primera misa, entonces, sentado en la cama recordó que ese domingo eran las elecciones, que el día anterior habían viajado, con el propósito de participar en la fiesta democrática en su pueblo, un municipio joven, apenas elevado a esa categoría en un año de Dios del siglo pasado.

Él amaba entrañablemente su origen y por eso siempre acudía al llamado de las elecciones, así pensaba, mientras se rebullía de entre las cobijas, en un santiamén se pegó las tres enjabonadas de siempre, y en pocos minutos el aroma a changua y arepa asada en laja de piedra lo llevó al comedor, donde se dedicó a disfrutar con Zenaida su esposa, los manjares que servía Lastenia, la esposa del Mayordomo, vio envueltos de mazorca lechosa, chocolate en leche y queso mantequilludo envuelto en hojas de ria, toda una delicia para dioses, una fiesta para el paladar, podía decirse: huevos del nido a la mesa o leche de la ubre a la olleta.


 La casa de la pequeña granja quedaba a poca distancia de la última calle del pueblo, sobre una colina desde la que se dominaba todo el pequeño poblado. Aurelio salió al corredor cuando las campanas ya repicaban el deje, invitando a la misa de diez, desde el patio de la casa vio el pueblo abajo, extendido desde el pie de la colina y proyectado al valle, se veía un hormiguero de gente, caminando por las calles y el parque, no se veía ni un espacio libre para acomodar un carro, y alguno que otro jinete imprudente se atrevía a cabalgar entre la multitud, la que protestaba furiosa, en las esquinas habían instalado unas carpas de color verde, de las que emergían columnas de humo, seguro eran puntos para distribuir almuerzos a la multitud de sufragantes, extrañado recordó, que nunca había visto antes, a la colonial población tan atiborrada de carros y votantes.


 A esa hora, los rayos del sol de clima frio, caían inclementes sobre los tejados y la multitud se percibía inquieta, tratando de encontrar dónde sombrearse, el intenso verano azotaba los pastizales y los potreros se veían desolados y secos, Aurelio buscó la sombra del tejado en el pequeño establo y sentándose sobre un fardo de tamo de trigo, se quedó mirando su pueblo, y dejó que su imaginación volara en el camino de la historia, ese testigo que no miente, así la verdad duela.

Vio el valle con bohíos construidos con troncos de helecho awaco, sosteniendo el techo tejido con hojas de carrizo y atados de esparto, rodeados por un cercado de troncos de frailejón y varas de encenillo, y él hoy, sentado sobre el fardo de tamo de trigo, oyendo la música de los altoparlantes en el pueblo, trepando sus notas alegres en alas del viento por la pendiente, entonces pensó que en la época precolombina los Muiscas eran felices, viendo correr los días en el camino del tiempo, construyendo su propia historia y conocimiento, sin extraños que atropellaran su cultura y su paisaje natural.
 
 Así veía la huella nefasta de los tres cascos, soldado, barco y caballo, arrasando los cercados y bohíos, apoderándose de vidas, tierras y destruyendo una cultura de paz, para imponer una cultura extraña invasora, convirtiendo la tierra de los Zaques en tierra de virreyes y encomenderos, reduciendo todo a su miserable conveniencia. Entonces vio a Pedro Bravo primer comendador, degollado (1571) por poner los ojos en mujer ajena, y el asesinato de Jorge Voto, exesposo de una de las exuberantes y libidinosas Hinojosas, que según la historia, fueron junto con las Ibáñez, a través de los siglos, el origen de muchas de las familias de politiqueros que han gobernado a Colombia.


 Aurelio pensó en su pequeño pueblo, estacionado en la historia, cuando hoy veía el denigrante espectáculo, de tanta gente vendiendo su mayor fortuna, por un plato de lentejas, ahí los veía con la mano extendida recibiendo un almuerzo por su voto, entregando su propia conciencia y pensamiento, sin percibir que su dignidad de boyacenses se la feriaba un Pedro Bravo moderno, esos politiqueros sin escrúpulos que se aprovechaban de la necesidad y la ignorancia de hombres buenos, metiéndoles por los ojos el color de un trapo, y por las orejas falsas promesas, para luego pararse en los hombros del que le vende su conciencia, para ellos mirar más lejos.


 Perdido en su viaje por el tiempo, Aurelio sintió pena propia, pero más pena ajena, cuando pensó, que necios son los que sabiendo que los engañan, siguen apoyando la mentira, ellos deberían liberarse de los que manipulaban su vida, así recuperarían la dignidad y tendrían autonomía, para ellos y sus familias. Entonces decidido inició el descenso al pueblo, iba de la mano con su esposa, cuando paró en un recodo y mirándose los dos a los ojos, decidieron no participar en el engañoso juego, herencia de españoles.

*Por: Fabio José Saavedra Corredor

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