Ese sábado por la tarde, como todos los sábados de fin de mes, cuando los trabajadores de los cultivos subían al pueblo, con el ánimo de recibir sus mesadas, las cantinas se desbordaban de clientes ávidos de licor, las rockolas dormidas, despertaban lanzando al viento melodías de todos los tiempos y orígenes, el sonido de los bajos podía oírse a la distancia, en una mezcla de sones y ritmos alegres que se perdían a lo lejos, por los caminos veredales.
Los patrullajes de la policía se hacían más frecuentes, casi sin descanso debían solucionar conflictos y si no lograban apagar los ánimos, iban llenando los calabozos de la cárcel municipal sin pensarlo dos veces, el licor avivaba continuamente viejos rencores o encendía nuevas querellas, en ese característico ambiente machista que incluso podían llevar hasta la muerte.
El espíritu de fiesta, de clima cálido y de trópico se respiraba en la sensualidad de las mujeres del pueblo, las que recorrían los andenes en coloridos trajes, y cadenciosos movimientos de cadera, al compás del taconeo, que arrancaba miradas mezcladas de admiración y deseo en los hombres, algunas se unían a departir con amigos un trago, en tanto otras se guarecían bajo las copas de los almendros, en los antejardines de sus viviendas, sin tener en cuenta que la noche aún era joven.
En la cantina de Ananías, solían reunirse los jóvenes y viejos amantes de los versos, algunos llevaban guitarras con las que entonaban canciones, alegrando las horas de bohemia, pero esa noche se calmaron las melodías y dejaron que su inspiración se perdiera en el laberinto de los espantos, mitos y leyendas, cada uno fue trayendo historias propias de abuelos, o de viejos arrieros que asustaron a mujeres y hombres por esos andurriales de Dios, cuando la arriería era el transporte de carga y por eso el monte estaba lleno de espíritus y brujas en noches de luna llena.
En tanto, el viejo Ananías disfrutaba, sentado tras el mostrador de madera, oyendo tanta historia, germinada en la fantasía de los jóvenes y uno que otro viejo, mientras servía los pedidos de cerveza y aguardiente, que exaltaban cada vez más las mentes de los poetas y escritores, caldeando la reunión con relatos tan reales y creíbles y arrancando exclamaciones de miedo a las pocas damas que acompañaban la alicorada tertulia.
Ananías de vez en cuando se acomodaba el sombrero, oyendo tanta exageración, uno de los clientes, acababa de relatar una experiencia, con tal realismo que todos lo miraban con incredulidad, según el relato, había trabajado en una funeraria como celador y tomó por costumbre, entre ronda y ronda, dormir en un ataúd diferente, los ataúdes tenían un acolchonado, tan suave, como el mejor de los colchones, sucedió que una noche, después de cerrar la funeraria y él acomodarse en su mullido ataúd, oyó ruidos en la sala del lado, en la que se velaba un difunto, y cuando se acercó a investigar el extraño ruido, encontró al cadáver por fuera del cajón, recuperándose de un ataque cataléptico, todo lo relataba al mínimo detalle, al punto que hasta hacía erizar a la audiencia.
En ese momento, el viejo Ananías se paró sobre el mostrador, dejando a todos los bebedores en silencio, cuando les lanzó un reto, «que matan y comen del muerto, eso hay que verlo, los reto a que después de media noche vayan al cementerio y traigan una cruz de una tumba, si así lo hacen, toda la cerveza que se beban, corre por mi cuenta, si no, ustedes me pagan el doble», después de un largo silencio, se levantaron dos amantes de los versos y resueltos aceptaron el reto, partiendo de inmediato para el camposanto del pueblo, que quedaba en lo alto de una colina, a cierta distancia de la zona urbana, en las calles la noche oscura se alegraba con la música de las rockolas, los osados cultores de las letras se perdieron en la oscuridad, como si se los hubieran tragado las tinieblas. Mientras tanto, los demás permanecieron en la cantina, disfrutando tragos mezclados con más historias y esperando el regreso de los profanadores del camposanto.
Ananías seguía tras el mostrador, sin perder de vista la puerta de entrada, el reloj de la iglesia entonó la una de la madrugada, cuando los dos hombres entraron llevando una cruz de madera, en la que se leía el nombre del difunto y las fechas de nacimiento y muerte. Ananías se recompuso el sombrero con una mano y con la otra calculó su dinero en el bolsillo derecho, pensó en los pesos que acababa de perder y la palidez de su rostro reflejó el disgusto por la pérdida, en tanto los ganadores animados por los gritos alicorados, avanzaron hasta el mostrador depositando sobre este su trofeo, entonces el rostro enrojecido del perdedor, se tornó más pálido, casi transparente, cuando leyó en la cruz el nombre de su abuela, muerta hacia algunos años.
Fue cuando sucedió lo inesperado, Ananías pidió a los osados ganadores regresar la cruz a su lugar en la tumba, y quedó frío cuando oyó la respuesta: «la apuesta era traer una cruz, no regresarla, de eso se encarga usted», en lo que estuvieron de acuerdo todos.
Difícil situación, que llevó al pobre hombre a pagar otra noche de juerga, para que regresaran la evidencia a su sitio original.
Moraleja:
Nunca apuestes con vivos, cosas de muertos, porque terminarás en aprietos.
Fabio José Saavedra Corredor