Comadre Teodicelda la realidad es que ni yo entiendo, le juro por mi Diosito lindo y porque me llamo Filomena, estoy segura, que las cosas suceden porque tienen que suceder, es como decía mi difunta Nona “tiesto que le conviene, así le haga gambetas”.
Comadre Teo, es que se me figura como si fuera ayer, la tarde que salimos a vacaciones del colegio, y lo vi desde lejos ahí, parado al lado del portalón de su casa, desde antes de volver la esquina yo sabía que estaba cerca, porque el olor al cigarrillo que fumaba era inconfundible, algo dulzón, parecido a la loción de Old Spice que usaba el señor cura, a esa hora de la penumbra lo vi tan varonil, cuando llevaba el cigarrillo a los labios, avivando el fuego del chicote, para luego expeler el humo con la satisfacción que sólo él podía hacerlo, yo disfrutaba verlo como entrecerraba los ojos para evitar el humo, me gustaba verlo hacer coronas, comadrita, yo creo, que desde esa época ya había empezado a quererlo, el corazón se me aceleraba, pero el olor del humo me apaciguaba, como si al respirarlo él se fuera metiendo en mi alma, así se empezaron a cumplir las palabras proféticas de la Nona, «para cada tiesto, su arepa”.
El tiempo se fue volando y todas las tardes cuando regresaba de traer el pan para el desayuno, al volver la esquina, ahí estaba estampillado contra el portón, hasta que un día, tal vez por mis nervios, se cayó de mis manos el talego del pan y él solícito ayudó a recogerlo, tenía el cigarrillo en los labios, y pude oír y sentir su respiración cerca de mi rostro, creo que en ese momento ya había empezado a enamorarme, caprichos del destino o lo que fuera, y como todos sabemos, eso nadie lo detiene.
Las rutinas de mis días fueron reduciéndose, todo giraba en torno al tan ansiado momento, en que el aroma a cigarrillo envolvía mis sentidos, a veces hablábamos simplezas, mientras acompañaba mi regreso a casa, hasta que un sábado cualquiera, caminamos por el sendero que se trepaba por la pendiente de la colina, donde queda el cementerio, desde allí disfrutábamos la vista del pueblo y Gumercindo, que así se llamaba el fulano, uno que otro cigarrillo.
Así nos íbamos conociendo, yo había tomado por costumbre encenderle el cigarrillo, eso nos llevó al primer beso y los sucesos se precipitaron como creciente después del aguacero, el único día que no lo vi fumar fue el del matrimonio, pero esa noche, en la madrugada, fumó con desespero, en tanto yo dormía en el encanto de su aroma, con el tiempo no había rincón de la casa que no oliera a tabaco, en el primer embarazo el olor se volvió un tormento, los hijos desde que nacieron respiraban el humo, y yo empecé a incomodarme, pensaba en los pequeños.
Un día de común acuerdo separamos alcobas, la vida de pareja empezó a hacer agua, una noche lo acometió una tos incontenible, que lo llevó a la clínica, yo no quería saber de su vicio ni a distancia, las relaciones se enfriaron al punto que dividimos la casa con una línea imaginaria, fue el primer paso, porque en poco tiempo , ya vivíamos en casas separadas y en pueblos diferentes.
Comadre Teodicelda, hoy ya superada la cima de la vida, cuando la curva del descenso obliga, entonces los buenos tiempos solo son buenos recuerdos, navegando en el mar de las añoranzas, impulsados por suspiros que nacen del alma; es cuando siento la imperiosa necesidad del retorno, no importa el olor a nicotina por toda la casa, o verle las uñas amarillentas, ni la desacompasada tos, y el queriendo agarrarse a la esquiva vida, la que posiblemente tampoco soportaba el olor a tabaco.
Filomena detuvo sus incontenibles pensamientos, mientras recordaba la tarde en que había observado una sonrisa burlona, danzando en los labios de su confidente, gesto que en ese momento incentivó en ella, la decisión de partir en cualquier momento para la vieja casona, donde había dejado hacía mucho tiempo a su amor de siempre.
Después de un prolongado silencio, Filomena continuó sus confidencias. Le cuento querida comadre que mi regreso lo inicié esa madrugada, con el corazón acelerado, como en viejas épocas, pero la vida nunca dejará de darnos sorpresas.
En el camino procuraba distraer la ansiedad del reencuentro, escuchando viejas canciones de los años 60, baladas que ayudaron en su momento, a construir la bonita relación que nos había llevado al altar, «Una flor para mascar», «El cacique y la cautiva», «Rio rebelde» y tantas deliciosas melodías que acompañaron nuestros ocasos y amaneceres, en tanto los kilómetros se iban quedando atrás, hasta que se dibujó en la distancia, el vetusto cementerio, que parecía querer desgranar las cruces y las tumbas por la pendiente de la colina, ese lugar donde aprendí a encenderle los cigarros y había recibido mi primer beso.
Al salir de una curva vi la casona, solitaria y triste, con las paredes reclamando una compasiva mano de pintura, especialmente del lado que le correspondía a Gumercindo, entonces quise disfrutar la emoción del momento, estacioné a un lado de la carretera, procurando apaciguar mis emociones, desde allí vi el extenso cultivo que rodeaba la casa y luego se perdía por la pendiente hasta la quebrada, se veía cargado de apetitosas naranjas, seguro pronto iniciarían cosecha. Lentamente dejé rodar el vehículo hasta estacionarlo frente a la casa, con extrañeza vi ropa extendida en una cuerda que pendía entre los árboles.
Acerqué el bolso y extrayendo de este las viejas llaves de la casona, bajé del auto, y ya tranquila caminé por el sendero hasta el portón, intenté abrir la puerta infructuosamente, habían cambiado las guardas, en ese momento abrieron la puerta y ante mis ojos apareció una mujer adolescente, con un bebé en brazos, que escuetamente exclamó:
«Cónchale vale, llegó la mujer de la foto en la sala» entonces entendí, que las venecas desplazadas habían invadido mis predios, sentí que la nostalgia se convertía en coraje y agarrándola del brazo la tiré hacia afuera y antes de cerrar la puerta le di una y única advertencia, “a mi casa, desconocidas no entran”.
Entonces volví a sentir el olor a nicotina flotando en el ambiente, y le confieso comadre, que me pareció oler nuevamente la loción Old Spice del viejo cura, que hacía tiempo descansaba en el cementerio, en ese momento apareció en la puerta de la alcoba Gumercindo, iba tratando de arreglarse los pantalones y luego se dispuso a encender un nuevo cigarro, fue cuando se apoderó nuevamente de mi ese demonio de la adolescencia y arrancándole el cigarrillo de la boca, se lo encendí como en los bellos tiempos.
Entiende comadre, ¿por qué vine a despedirme y me regreso a recordar mis tiempos de gloria?
*Por: Fabio José Saavedra Corredor