No recuerdo la fecha exacta, pero mantengo fresca la fragancia de un jabón de baño que provenía de uno de los escaparates del pequeño local de la cooperativa del Seminario Misional La Milagrosa de Chita, el día que llegué por primera vez a esa institución, una tarde sin nubarrones de comienzo de febrero de 1967. Han transcurrido 56 años y ese aroma permanece fuerte y atrayente a mis sentidos. No era un jabón de marca reconocida sino un producto genérico que venía empacado, de a cuatro unidades, en bolsas transparentes sin rótulo alguno; desde hace por lo menos 20 años no lo he vuelto a encontrar en el mercado, pero su penetrante perfume invade mi ser porque me recuerda una coyuntura crucial de mi vida.
Aquel día, los sueños y expectativas me dominaban. Iba a iniciar estudios secundarios. Fue el momento de acoplamiento entre infancia y juventud. Nunca había estado por fuera del hogar. Los 13 años transcurridos de mi existencia habían tenido la tutela paterna y materna y la compañía obligada pero grata de cuatro hermanos. Había tenido un universo circunscrito a las cuatro carreras y las cinco calles de Úmbita, y por momentos los alrededores del Santuario del Topo en Tunja, donde residían unos tíos que visitábamos continuamente. Ahora debía compartir con 120 jóvenes más y obedecer las órdenes e instrucciones de cinco sacerdotes que desempeñaban los cargos de rector, prefecto de disciplina, director espiritual, ecónomo y secretario académico.
Esta institución educativa estaba regentada por los padres misioneros javerianos de Yarumal y pertenecía a la jurisdicción eclesiástica de la Prefectura Apostólica de Arauca.
Fui a parar allí por sugerencia del entonces párroco de Úmbita, Leonardo Millán. Él y mi papá se conocían de antes. Los dos eran oriundos del norte de Boyacá. El padre Millán había nacido en Chiscas, tierra natal también de mi abuelo paterno, quien fue uno de sus profesores de primaria. Mi papá era oriundo de Güicán.
El padre Leonardo tenía un cascarón hosco que encerraba un alma bondadosa. Su carácter severo y su actuar transparente inspiraban incontrovertible respeto.
En aquel tiempo para recorrer los 237 kilómetros que separan a Úmbita de Chita se debía realizar un viaje largo y extenuante. A excepción del tramo Tunja-Belén la carretera era destapada. Ese desplazamiento requería dos jornadas en días diferentes. La primera, Úmbita-Tunja, se hacía en tres o cuatro horas; debía tomarse un bus hasta Tibaná y allí esperar una flota procedente de Garagoa o San Luis de Gaceno que tenía como destino la capital del departamento. La otra jornada, Tunja-Chita, se hacía en un bus que salía diariamente de Bogotá a las cinco de la mañana, pasaba por Tunja a las ocho y llegaba a Chita nueve horas después.

Todos los estudiantes del Seminario de Chita éramos internos. No pasábamos de 120. Procedíamos de distintos municipios de Boyacá, los santanderes, Arauca y no pocos de Bogotá. Por lo menos una quinta parte de los alumnos eran chitanos; las colonias más numerosas eran, en su orden, las de Cucaita, Úmbita, Güicán, El Cocuy, El espino, Panqueba, Jericó, Cubará, Chitagá, Pamplona, ciudad de Arauca y Tame.
A excepción de los domingos, todos los días nos levantaban a las cinco de la mañana. A las siete y media, luego de haber ido a la ducha, tendido la cama, asistido a misa y preparado las tareas académicas diarias en un salón durante una hora, nos pasaban al desayuno. De lunes a sábado, mientras desayunábamos debíamos permanecer en silencio escuchando una lectura que realizaba un estudiante de cuarto de bachillerato, máximo curso allí existente. El texto lo escogía el rector o el prefecto de disciplina. Así fue como escuché la lectura de los dos tomos de “Don Quijote de la Mancha”; el libro “Yo pecador” escrito por José Mojica, cantante y actor mexicano que cansado de la vida bohemia se convirtió en fraile franciscano y se recluyó de por vida en un convento del Cusco, Perú; otras obras literarias universales y muchos artículos de revistas y periódicos.
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La jornada inicial de mi primer viaje a Chita, correspondiente al trayecto Úmbita-Tunja, lo realicé sin dificultades. La definitiva, Tunja-Chita, estuvo cargada de emociones y, sin duda, incomodidades, que para ser honesto, no me afectaron demasiado ni hoy recuerdo, tal vez por el vigor juvenil de entonces y por mi atracción innata a enfrentar aventuras. Esta se inició a las ocho de la mañana, hora en que, en el antiguo terminal de transportes de Tunja, situado sobre la Avenida Oriental, frente a las instalaciones de una abandonada estación del ferrocarril, debí abordar un bus de la empresa Rápido Paz de Río que venía con todas las sillas copadas desde Bogotá.
Junto conmigo había por lo menos 25 personas más luchando por ingresar al bus, de las cuales, unos 15 jóvenes provenientes de Cucaita, Toca, Guayatá, Ramiriquí, Miraflores y Chinavita, entre otras poblaciones, iban a iniciar, unos, y continuar otros, labores académicas en el Seminario.
Mientras entre empujones me ubicaba de pie en el pasillo de la flota, mi padre le entregaba al auxiliar del conductor mis maletas: un colchón y un baúl que contenía mi ropa y mis tendidos de cama. Por una de las ventanas del bus me despedí a señas de mi madre que tenía inundadas sus mejillas de lágrimas. Le correspondí con un llanto que no disimulé y que se prolongó por varios minutos con gimoteos de niño consentido.
A partir de la Glorieta norte de Tunja, incluyendo el frontis de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, era un nuevo mundo para mí. Con los ojos nublados por las lágrimas y un espíritu interior ansioso de nuevas vivencias comencé a devorar paisajes y deleitarme con escenas bucólicas.
Me atrajo el protagonismo de las instalaciones de la cárcel de El Barne, los reflejos brillantes y juguetones del espejo de agua de la represa de La Playa en jurisdicción de Tuta, los puestos de venta de duraznos, manzanas, peras y ciruelas a lo largo de la vía desde el ramal de Sotaquirá hasta la entrada de Duitama, obvio, pasando por la apacible Paipa. Cuando veía algo que me llamaba la atención preguntaba a quien se encontrara cerca de mi: ¿cómo se llama este lugar?
En Duitama se bajaron unos pasajeros y se subieron otros. En la terminal de transportes de allí me llamó la atención la gran cantidad de buses estacionados, al igual que la efervescencia del ambiente generado por pasajeros, vendedores ambulantes y voceadores de periódicos y de líneas de buses intermunicipales.
A medida que iba pasando por un determinado lugar hacía evocación de recuerdos históricos o de referencias escuchadas a través de la radio o leídas en algún periódico. En Santa Rosa de Viterbo pensé en el expresidente Rafael Reyes y la heroína Casilda Zafra, quien le regaló el caballo “Palomo” a Simón Bolívar. De Cerinza en ese momento no tenía ningún referente. En Belén vino a mi mente, de manera inexorable, el niño héroe Pedro Pascasio Martínez. En Paz de Río evoqué la siderúrgica y busqué afanoso con la vista alguna de sus instalaciones. Al visualizar las ruinas de Sochaviejo reviví el paso de las tropas de la Campaña Libertadora. Cuando el bus se detuvo en la plaza principal de Socha, me bajé rápido y corrí a la iglesia para conocer las pinturas que mi padre, 18 años atrás, había elaborado en el artesonado de esta.
Fue en Belén donde pude conseguir un asiento.
A eso de la una de la tarde, unos 50 minutos después de haber reiniciado la marcha en Socha, el bus paró en un caserío llamado Los Pinos. En uno de los tres o cuatro restaurantes que existían, almorcé.
Vino entonces la etapa final del viaje. Durante casi tres horas transitamos por una carretera destapada y atravesamos una extensa zona despoblada llamada El Páramo. A eso de las cuatro y media de la tarde divisé, a lo lejos, unas torres que sobresalían por encima de edificaciones bajas, la mayoría con tejados de barro y de zinc, las restantes.
Casi a las cinco de la tarde el conductor apagó los motores del bus en la plaza principal de Chita. Me llamó la atención la arquitectura de la iglesia: dos torres rectangulares e imponentes.
En ese momento no existía parque. Las calles estaban cementadas. Me impactó la monumentalidad del edificio del Seminario. Era una construcción de dos pisos con fachada de ladrillo a la vista que ocupaba más de media manzana detrás de la iglesia, con un frontis de unos seis metros de ancho, situado justo en el ángulo que se levanta sobre la esquina de las dos vías que confluyen en el lugar. A esa portada la remata una imagen de la invocación de la virgen inmaculada, de por lo menos un metro de altura, enmarcada en un óvalo de hormigón.
Luego de ingresar al edificio me encontré frente a un patio gigante, en donde había una cancha de basquetbol y otra de voleibol, rodeado de regias arcadas.
A unos cuatro metros de la puerta principal estaba el padre Rector, con su figura regordeta y robusta, su sotana negra, su rostro serio e imponente, saludando a los recién llegados.
—Hola, cómo te llamas y de dónde vienes —me dijo y me sostuvo la mirada por unos instantes.
Al responderle sentí el aroma del jabón que se ancló en mí para siempre y que emanaba del local de la cooperativa, frente al cual nos encontrábamos.
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Fuera del llanto de despedida en la terminal de transportes de Tunja, el primer semestre de mi permanencia en el Seminario lo viví sin nostalgias. Desde luego, extrañaba a mis padres, a mis hermanos, a toda mi familia y añoraba el momento en el cual pudiera acariciar a mi mascota, un perrito gozque llamado “Mariscal”.
En esos cuatro meses aprendí a convivir en comunidad; adquirí conocimientos teóricos y prácticos; comí por primera vez mute norteño, plato este que se convertiría en mi favorito; disfruté la exuberante naturaleza de Chita: ríos, lagunas, topografía agreste, vegetación rebosada y tuve por primera vez a mi disposición una biblioteca, de la cual saqué el mejor provecho y me condujo a mi enamoramiento de la lectura.
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En junio nos dieron las vacaciones de mitad de año. Una tarde lluviosa llegué a Úmbita procedente de Tunja. En mi casa me estaban esperando. Mientras mi padre fue a la agencia de buses a recibirme, mi madre se quedó cambiando a mi hermano menor de entonces, quien había nacido en mayo del año anterior; desde hacía poco estaba dando sus primeros pasos y, justo, antes de que yo llegara se había caído en un pozo en el solar de la casa, empapando y ensuciando su ropa. Mi madre buscó las prendas para cambiarlo y comenzó poniéndole la franela y luego la camisa. En el momento en el cual le iba a colocar la ropa interior y el pantalón, llegué a la puerta y dije:
—Hola mamá, ¿dónde está?
De inmediato ella corrió a abrazarme.
Me extrañó que no apareciera mi perro. Entonces comencé a llamarlo:
—Mariscal, Mariscal, Mariscal.
—No lo llame porque se murió de pena moral. Después de que usted se fue para Chita se la pasaba en la agencia de buses, tal vez esperándolo. No quiso volver a comer y no venía por aquí, hasta que un día lo encontramos muerto —me dijo mi mamá.
Esa noticia me abatió y con el corazón destrozado comencé a dar alaridos. Ante mi reacción apareció mi hermano menor asustado, llorando, semidesnudo, con el pantalón en la mano. Al verlo lo alcé, lo estreché contra mí, tanto que al juntarse nuestras caras se conjugaron mis lágrimas con las de él.