
Recientemente he intentado conversar con estudiantes y otros conocidos sobre la violencia física y simbólica contra la mujer. Para mi sorpresa, cuando lo hago, algunos hombres se sienten maltratados y enseguida expresan que a ellos también los han acosado, incluso narran historias en los que amigos fueron zaheridos por mujeres. Otros arguyen que los tiempos han cambiado y que las mujeres viven más seguras y que, supuestamente están en igualdad de condiciones que los hombres. Hubo quienes dijeron que los hombres también son maltratados, pero que sienten vergüenza de denunciar, por eso los casos quedan en el anonimato.
Ante tal situación, noté que los hombres se sienten atacados y dicen a viva voz que ellos también han sido víctimas. Supongo que esto puede ser cierto, no obstante, cuando se revisan las cifras de la violencia contra las mujeres, por el hecho de ser mujeres, es realmente preocupante y alarmante. “Según el Reporte Dinámico de Feminicidios Colombia, entre el 1° de enero y el 3 de julio de 2023, se han registrado 320 casos de feminicidios en el país”.
Además de estas escalofriantes cifras, al hablar con las mujeres, hay muchas que manifiestan que se han sentido maltratadas en las calles; que los comentarios obscenos abundan. Muchas se han sentido como pedazos de carne caminando. Por otra parte, les da temor tomarse un trago en una discoteca y terminar siendo violadas. Además, si tienen que caminar solas por la calle, lo que menos les da miedo, pese a lo traumático del hecho, no es un atraco, sino el abuso sexual. También hay mujeres que en sus trabajos han sentido que hay hombres que las quieren comprar con intercambios sexuales.
Al escuchar todo esto y al ver las cifras de los feminicidios en Colombia, es evidente que sí hay un problema. Pese a ello, no hay aceptación de la grave situación de las mujeres. Por consiguiente, se hace necesario pensar en las causas que motivan a la no aceptación de esta problemática. La invitación de esta columna es a que todos y todas pensemos por qué no aceptamos el problema, aun cuando las evidencias saltan a la vista.
Desde este espacio se cree que, desde el aparato educativo no ha habido educación en la sensibilidad ni en el reconocimiento del problema, al contrario, parece que ese ha sido un escenario para normalizarlo. La educación tendría que ayudar a comprender que, por ejemplo, para el caso de Colombia, la violencia en el país ha sido una forma de ser que se ha ensañado con quienes el sistema más ha vulnerado, por ejemplo, las mujeres.
Desde otra perspectiva, seguramente muy refutable, quizás ha faltado que, desde el aparato estatal, haya políticas públicas claras y aplicadas que trabajen por la transformación real de este problema. Por otra parte, que las organizaciones feministas, que sí han logrado reconocer el problema, hagan una pedagogía en la que ganen adeptos a la causa feminista, puesto que en muchos casos parece que promulgan que el hombre es su enemigo. Aunque esto es cierto en una gran medida, si se presenta al hombre de este tiempo como el enemigo de las mujeres, se hace muy difícil que éste tome una actitud reflexiva y de cara a la transformación, en cambio, pasará como se ha mencionado desde el inicio en esta columna, habrá una posición defensiva.
Aunque es comprensible que la mujer sienta desconfianza de los hombres por lo que ha sucedido en la historia, se hace incuestionable que haya puentes de diálogo, de sensibilidad, de perdón histórico, de pedagogías del encuentro. Tal vez si se construyen estos puentes en la escuela, los centros educativos, las empresas, las organizaciones, las comunidades barriales, se puede reconocer el grave problema que afecta a las mujeres. Si los hombres y la sociedad en general reconocemos el problema, podemos empezar a tomar acciones relativas a la transformación de nuestras maneras de ser y de nuestras prácticas.