Desde muy pequeño me familiaricé con el nombre y la figura del presbítero Ernesto Reyes Sarmiento. Aunque nací y pasé mis primeros 13 años de vida en Úmbita, mis padres me llevaban con frecuencia a la casa de unos tíos en Tunja. Ellos residían cerca del Convento de El Topo, donde este sacerdote era el capellán y, en consecuencia, debí acompañarlos muchas veces a las ceremonias que él oficiaba. No se me olvida que me llamaban la atención sus gafas doradas y el tono fuerte de su voz. Siempre me advirtieron que debía estarme quieto y en silencio en las ceremonias porque si llegaba a hacer algún ruido, él se ponía bravo y me tenían que sacar del templo.
En medio de risas, mi padre recordaba que cuando un niño lloraba durante la misa del padre Reyes, suspendía la ceremonia y decía: “saquen la vaca, que sacando la vaca sale el ternero”. Años después, oí de labios de otras personas, que, en esas mismas circunstancias, interrumpía la misa o el rosario y desde el altar le decía a la madre del pequeño que lloraba: “Póngale la calladora”.
A medida que fui conociendo su dimensión intelectual y su peso específico moral en Tunja y Boyacá comencé a profesarle admiración y respeto y, por tanto, estas circunstancias anecdóticas me fueron pareciendo intrascendentes.
Tenía, tal vez, ocho años cuando un seis de agosto, a eso de las 11 de la mañana mi padre, en nuestra casa de Úmbita, sintonizó una emisora y me dijo: “Ahorita van a transmitir el acto de conmemoración de la fundación de Tunja y el discurso central estará a cargo del padre Reyes, póngale atención porque si alguien sabe de historia es él”. Una vez comenzó a intervenir, me llamó la atención la forma enfática de hablar, la emotividad que comunicaba, la gracia con la cual presentaba los acontecimientos históricos y la sencillez y claridad de las ideas que expresaba.
Años después en Tunja, a donde llegué a continuar mis estudios de secundaria iniciados en el Seminario de Chita y posteriormente me radiqué de manera definitiva, la vida me dio la oportunidad de conocerlo, de estar cerca de él y aprender de su sabiduría y experiencia.

Inicialmente, de 1969 a 1972, siendo estudiante del Seminario Menor, los sábados por la tarde debía acompañar a mis tíos, en cuya casa vivía, a las reuniones de la Legión de María, organización a la cual ellos pertenecían. Esas sesiones duraban dos horas. Rezaban algunas oraciones, intervenía el director espiritual que era el padre Reyes y enseguida evaluaban las labores desarrolladas y planeaban sus acciones de apostolado. Yo asistía de comienzo a fin. Me sentaba siempre al frente de este sacerdote. Lo observaba con atención. Él, mientras escuchaba a los demás permanecía con los ojos cerrados. Cuando intervenía lo hacía con claridad y coherencia absolutas. Hablaba con voz serena y sus palabras iban acompañadas de sonrisas y gestos agradables de su rostro.
A mí siempre me saludaba diciéndome: “Hola muchacho” y me pasaba su mano derecha por la cabeza. A veces, durante las reuniones, me preguntaba: “¿Qué piensa el seminarista al respecto?”.
El padre Reyes que vi en la Legión de María distaba mucho de la percepción que tenía de él en sus misas, discursos e intervenciones públicas como integrante de la Academia Boyacense de Historia.
Durante aquellos años lo vi transitar por las calles de Tunja, unas veces a pie y otras conduciendo su elegante automóvil Buick modelo 48 negro, único en su género en la ciudad. Siempre vestía de sotana, llevaba infaltable una cachucha negra sobre su cabeza y en ceremonias públicas lucía sombrero de teja, ese de ala ancha y copa semiesférica utilizado universalmente por el clero católico y que en España lo denominan saturno.
A partir de 1977 surgió un acercamiento entre los dos. Cuando llegué a la jefatura de redacción del Diario El Oriente, su director, don Luis López Rodríguez, me instruyó para estar pendiente de la columna semanal del padre Reyes. En consecuencia, debía recibir la nota, incluirla en la página editorial, revisar las pruebas y garantizar que saliera a la luz pública sin ningún tipo de error.
Todos los martes a las 10 de la mañana llegaba a mi oficina en el décimo piso del edificio de la Beneficencia a entregarme el artículo. Al comienzo fue parco, se limitaba a saludarme, entregarme las cuartillas y despedirse. Tres o cuatro semanas después, luego de darme el escrito conversábamos sobre diversos temas de la vida departamental y nacional e, inclusive, me hacía observaciones sobre errores o inconsistencias que había visto en el contenido del último ejemplar del periódico. Esos encuentros de los martes se me fueron convirtiendo en oportunidades magníficas para aprender historia, política, literatura y filosofía y se convirtieron en esperadas y agradables tertulias de casi dos horas de duración. Estas me permitieron crecer como persona y como cultor de la tarea de escribir. Era un hombre de una estructura intelectual formidable, mente lúcida, inteligencia superior y lector infatigable.
Cuando salí del Diario El Oriente y pasé a la corresponsalía de El Espectador, no perdí el contacto con él. Frecuentemente lo consultaba sobre cuestiones históricas, políticas, sociales y religiosas que debía abordar en mi trabajo periodístico o en mis estudios en la Universidad. Lo llamaba a su residencia y me esperaba, en ocasiones en la puerta de esta o, la mayoría de las veces, en los prados de la entrada del convento de El Topo. Casualmente me llamaba para sugerir la publicación de algunos asuntos o manifestar su concepto sobre escritos míos.
Al retirarme de El Espectador y entrar como jefe de Prensa de la Gobernación, el contacto no fue tan frecuente y poco a poco nuestros coloquios se tornaron esporádicos.
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Las conversaciones que tuve con él y la investigación que realicé sobre su vida, acudiendo a varias fuentes, me permitieron conocer de su procedencia familiar, formación académica, trayectoria pastoral y ejercicio intelectual como docente e historiador.
El padre Ernesto Reyes Sarmiento nació el 8 de diciembre de 1909 en Socha, Boyacá.
Cursó la primaria en su natal Socha. Los estudios secundarios los adelantó en el seminario menor de Tunja bajo la dirección de los padres Lazaristas y los superiores en el Seminario Mayor de la capital boyacense. Lo ordenó sacerdote, en 1932, el entonces obispo de Tunja Crisanto Luque, quien sería arzobispo de Bogotá y Cardenal Primado de Colombia. Ese mismo año fue asignado coadjutor de Soatá, cuyo párroco era el eminente clérigo, destacado historiador y sobresaliente intelectual Cayo Leonidas Peñuela. En 1933 viajó a Roma a estudiar en la Universidad Gregoriana, en donde, tres años después, se graduó de doctor en Derecho Canónico. En esa institución tuvo contacto con el prelado italiano Giovany Baptista Montini, quien fue uno de sus consejeros y sería, 30 años más tarde, el Papa Pablo VI.
A finales de 1936 regresó a Colombia. Asumió, a partir de 1937, la cátedra de Liturgia Sagrada e Historia Eclesiástica Colombiana en el Seminario Mayor de Tunja. También comenzó a dictar las asignaturas de Filosofía, Apologética y Cátedra Bolivariana en el Colegio de Boyacá. Ese mismo año fue designado capellán de las hermanas concepcionistas, encargadas del cuidado del Santuario de El Topo, donde se venera la virgen de Nuestra Señora del Milagro, patrona de Tunja y de la Fuerza Aérea Colombiana. Pronto, entró a formar parte del Tribunal Diocesano y fue nombrado maestro de ceremonias de la catedral de Tunja, director del Boletín Diocesano y de la Revista de la Diócesis.
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En cada una de las facetas que desarrolló a lo largo de su vida: sacerdote, historiador, docente, escritor y capellán dejó huella profunda de su acción y recuerdo perpetuo de la devoción y carácter como las asumió. Sin duda, fue vehemente, polémico, emotivo y radical, pero también comprensivo y humanitario.
En su condición de sacerdote fue virtuoso, convencido de sus creencias, incansable y constante en su tare apostólica. Defendió con ardor al clero y fue un estudioso de este en Colombia; por eso dejó obras escritas sobre: “El clero en la independencia”, “El clero en la historiografía”, “El clero en la acción social”, “El clero en la vida política” y “El clero en la educación”.

El contacto que tuvo con el canónigo Cayo Leonidas Peñuela en Soatá lo marcó de por vida; llegó a ser tanta la influencia, que le heredó la pasión por la historia y el culto a la figura de Simón Bolívar. En la Academia Boyacense de Historia se posesionó como uno de sus miembros en 1950; fue su presidente en varios períodos y se erigió en una de sus figuras cimeras. Desde esta corporación adelantó campañas para reconstruir monumentos históricos y recordar a nuestros antepasados y enaltecer a los héroes nacionales. Dejó piezas oratorias inolvidables con motivo de la celebración de efemérides históricas y escribió numerosos artículos para el Repertorio Boyacense. Promovió la restauración del templo patriótico religioso de Sochaviejo, en donde, el día de la inauguración de esta obra, el 6 de julio de 1969, dijo: “Desvestirse en la casa de Dios para vestir a la patria ¿dónde se ha registrado un rasgo tan sublime?”. Asimismo, presentó la petición para crear la parroquia del Puente de Boyacá e impulsó la construcción del templo patriótico de este lugar.
Su fervor por Simón Bolívar fue inmenso. Promovió el pensamiento bolivariano en Colombia y América. En su biblioteca poseía las mejores obras que se han escrito en el mundo sobre el Libertador. En su estudio mantenía un busto de Bolívar elaborado por el pintor y escultor santandereano Luis Alberto Acuña. En la introducción de un escrito que tituló “Bolívar y la religión”, afirmó: “De Bolívar, fundador de nuestra nacionalidad, unos dicen que fue un descreído, otros que fue un indiferente con la religión y otros, que fue un gran católico. Nosotros sostenemos que Bolívar fue un gran católico, encaminó todos sus esfuerzos a constituir la patria al amparo de la religión y que por eso los que pretenden que la religión se debilite o retroceda en Colombia, pisotean su testamento político y son los enemigos de la Patria que él fundó y configuró a costa de tantos sacrificios”. Por mil títulos de merecimiento ejerció, durante muchos años, la presidencia de la Sociedad Bolivariana de Boyacá.
Como docente, transmitió conocimientos e infundió en sus alumnos valores y principios morales. Por su trabajo en este campo, el presidente Alfonso López Michelsen le otorgó e impuso personalmente la condecoración “Medalla Camilo Torres” en categoría de oro, máxima distinción que se confiere a los educadores colombianos.
Sin exageración puede afirmarse que fue una pluma admirable. Sus textos son obras de arte en corrección y propiedad idiomáticas. Escribió con profundidad temática y belleza literaria sobre múltiples temas.
Como capellán del Convento de El Topo se dedicó a difundir a nivel local, departamental y nacional la devoción a Nuestra Señora del Milagro. Logró que el 23 de diciembre de 1963 el entonces presidente Guillermo León Valencia declarara Monumento Nacional a la iglesia santuario de Nuestra Señora del Milagro de El Topo. De la misma manera, fruto de su gestión, el 15 de junio de 1980, durante los actos del Centenario de la Arquidiócesis de Tunja, fue coronada canónicamente Nuestra Señora del Milagro; además, gracias a su persistente empeño fue restaurado y embellecido este santuario.
Nunca negó su militancia política en el partido Conservador. Admiró y defendió al expresidente de la República Laureano Gómez Castro.
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La cercanía que tuve con él me permitió no solo conocer su temperamento, su solvencia moral, su altura intelectual sino descubrir en él a un ser de corazón noble, sensible y bueno.
“El padre Reyes fue un tabernáculo de rectitud moral, riel de virtud, de gran fortaleza interior, de infatigable desvelo por las almas y por la ayuda a los más necesitados”, ha escrito el historiador Javier Ocampo López.
Murió el 24 de octubre de 1995 en Bogotá. Con tal motivo, el gobernador de Boyacá y los alcaldes de Tunja y Socha emitieron decretos honrando su memoria, decretando tres días de duelo, exaltando su vida y expresando tristeza por su partida.