Pocas figuras latinoamericanas, como el maestro Fernando Botero, lograron tener tanto reconocimiento y admiración en el ámbito universal, por lo que,tras su deceso, el legado se convierte en herencia “gorda”, como fueron los personajes nacidos de su pluma y su cincel.
Este coloso de las artes, que naciera en el año 1932 en la ciudad de Medellín, se constituyó en marca país y orgullo nacional, con un estilo propio que a la postre le costó la crítica de varios puristas como el escritor Luis Vidales quien lo juzgó severamente porque, según él, su estilo alargado de sus figuras era “inconceptual”.
La influencia de la antigua Europa y sus años de vida en estancias como Madrid, París, Barcelona y Florencia lo llevaron a descubrir entre el empirismo y la academia, entre museos, exposiciones y la lectura de docenas de libros, la magia de su particular forma que muy pronto plasmaría sobre el lienzo animándolo a seguir el periplo de conquistas y mundologías en Nueva York, Washington y México, lugares que recorrió en medio de la austeridad y de la mano de su primera esposa, la directora del Museo de Arte de Bogotá y luego directora de Colcultura Gloria Zea, con quien forjó una relación entre 1955 y 1960 que retoñó en Fernando, Lina y Juan Carlos.
Vendría luego otro amor en su vida y un nuevo idilio protagonizado con Cecilia Zambrano, con quien estuvo casado entre 1964 y 1975, de cuya unión nació su hijo Pedro, quien falleció luego a la edad de 4 años en un accidente de tránsito sucedido en España, hecho doloroso que marcó la vida del consagrado creativo, inspirando otra de sus obras cumbres llamada «Pedrito a caballo». En el trágico accidente el maestro no solo perdió a su pequeño, sino que en un desesperado intento por salvar su vida perdió también la falange del meñique derecho.
El maestro acumuló premios y reconocimientos como el que obtuvo en el Salón Nacional en septiembre de 1958 con la pintura “Homenaje a Mantegna» recreada en la obra homónima del pintor italiano Andrea Mantegna y donde mostró una fuerte inclinación hacia el estilo del renacimiento y la influencia en él de artistas como Paolo Uccello, inspiración de su controversial y admirado estilo de volúmenes colosales.
Entre Tabio Cundinamarca, New York y París, Botero fue cosechando una personal manera pictórica y escultórica y en 1964 incursionó con fuerza con su referenciada escultura “Cabeza de obispo” una pieza fabricada y esculpida en pasta de aserrín, que a simple vista revelaba un influjo del antiguo barroco colonial.
Como hacen los eruditos de linaje soñador, el maestro se retiró a sus cuarteles de invierno para preparar la primera exposición de bronces en el Grand Palais de París y fue allí donde el reconocimiento se convirtió en compañero inseparable, porque sus apoteósicas apariciones de volumétricas dimensiones le catapultaron en el imaginario colectivo universal.
La Quinta Avenida de New York, Madrid y Buenos Aires se catequizaron luego como albergue de sus magnánimas esculturas que sorprendían a todos los que levantaban sus ojos para admirar las particulares y enormes figuras con las que velozmente se convirtió en uno de los más examinados artistas del mundo.
Tanto reconocimiento fue aprovechado por el maestro Fernando Botero para forjar en sus obras una reflexión social, reflejo de las épocas de violencia y el narcotráfico que azotaron al país y el mundo, especialmente desde la década de los 90 en adelante, como aquella colección donde plasmó las torturas sucedidas en la cárcel iraquí de Abu Ghraib en medio de la ocupación norteamericana de Irak, expuesta en el Palacio Venecia de Roma.
Manuel Marulanda Vélez con sus botas de caucho, camuflado y pañoleta roja al hombro, fue recreado por el maestro, así como un centenar de documentos históricos, varios de ellos llevados a ediciones especiales, ejemplo, el que produjo la Universidad Jorge Tadeo Lozano de Colombia titulado “La violencia según Fernando Botero” con ilustraciones de escalofriante narrativa pictórica que dan cuenta de los cuerpos en pedazos titulado “Motosierra”.
El terrorista Pablo Escobar también hizo parte de su pluma y ésto ocasionó toda clase de polémicas y críticas dentro y fuera del país. «Lluvia de Plomo” fue el nombre con el que el maestro Botero bautizó dos creaciones hechas en 1999 donde retrató la muerte del capo luego que el prófugo fuera ajusticiado sobre una cubierta de barro en su ciudad natal.
El maestro Botero fue un ser singular. No solo sus creaciones lo anclaron a la memoria combinada de la cultura ecuménica, sino hasta la enfermedad que padeció en los últimos años; un Parkinson estático o rígido, contrario al que conocemos tradicionalmente con permanentes movimientos involuntarios, que le producía una enorme dificultad para comunicarse y moverse de manera armónica, sin embargo, esto no fue óbice para que el maestro siguiera produciendo y dibujando hasta el último instante de su existencia.
Sophia Vari, la artista griega registrada por sus esculturas clásicas y modernas, fue la tercera esposa del maestro Botero, con quien se unió en el año de 1978 en Francia y quien lo acompañó hasta el pasado mes de mayo, anticipando el viaje que el 15 de septiembre emprendió el creador de esculturas morrocotudas, muchas de ellas exhibidas en espacios públicos en diferentes lugares de Colombia y el mundo.
Tras su partida, el maestro hereda sus atesoradas colecciones al controvertido exministro de defensa y uno de los protagonistas del proceso 8000, Fernando Botero Zea, a Lina Botero, reconocida curadora y persona de medios, y a Juan Carlos Botero, su hijo menor, aplaudido escritor y periodista.
“Quiero morir con el pincel en la mano”, decía con frecuencia el maestro en las entrevistas a los medios del mundo y así fue, su deseo se cumplió a cabalidad, como se cumplieron también todas sus quimeras, porque el maestro hizo lo que quiso y lo que fantaseó para dejar por siempre y para siempre inmortalizada su memoria en majestuosos trabajos que hoy hacen parte de colecciones privadas, muestras museológicas, salones y galerías de renombre universal.
Pero también quedaron tan admiradas figuras engrandeciendo aún más el paisaje urbano a donde por estos días y tras conocerse la noticia de su muerte han acudido miles de personas para tomarse la obligada fotografía y llevar flores en homenaje al más grande representante de la cultura que ha tenido la raza colombiana en el exterior.
Gordos, gordas y gorditos bailando, interpretando, cabalgando, al piano, en el violín, en la cocina, en la lidia de los toros, descansando, meditando, en tertulia, en serenatas, héroes y heroínas, monjes y monjas, tejedoras, la gran mayoría con sombrero de ala corta, niños futbolistas, gatos, perros, caballos y hasta la realeza, la Mona Lisa, La Virgen María, pasajes del Viacrucis y el Cristo crucificado hacen parte de una inmensa colección recreada con la escobilla mágica de Botero o con ese cincel que dio forma a sus ciclópeas figuras cristianizadas en una verdadera guaca de riqueza patrimonial.
Hay muchas curiosidades que contar sobre este fenómeno de las artes; una de ellas es que nunca fue ni quiso ser amigo del premio nobel Gabriel García Márquez, con quien todos suponían había una estrecha cercanía.
«No soy amigo de García Márquez. Lo conozco, pero no lo considero mi amigo», así lo afirmó Botero en una entrevista concedida al periodista Diego Garzón. El maestro decía que Gabriel García Márquez era un gran escritor, pero nada simpático y menos con él, por lo que prefirió no tener proximidad con el popular “Gabo”.
Otra de las osadas acciones de Fernando Botero fue la de haber reunido a más de 300.000 personas en el Palacio de Bellas Artes en México y a 1.500 en el Museo de Bellas Artes de Bilbao. En Bogotá contribuyó a la apertura del Museo Botero, donde fue curador de todas las obras y exigió que la entrada al público fuera de manera gratuita.
El único mural que dibujó el maestro a mano alzada en un colegio fue el que hizo en la Institución Educativa de Inírida Caquetá; allí dejó plasmada a “La Princesa Inírida” en el año de 1985, mural que piden los habitantes de este municipio sea elevado a la categoría de patrimonio nacional.
Ayudó a mucha gente y otorgó becas a los niños para que adelantaran saberes en el exterior, como el caso de William Esteban Chiquito, a quien le pagó para qué culminará sus estudios de violín en Europa a través de una beca y tantos otros a los que apoyó económicamente para que jamás abandonaran el gusto por el arte y siguieran adelante escalando peldaños en el exterior.
Como anécdota grata y personal debo referirme a una conversación que sostuve con el maestro en momentos en que soñaba con la construcción de «Pueblito Boyacense». Para esa época lo invité a que hiciera parte del jurado calificador que seleccionaría a los artistas y futuros moradores de «Pueblito» junto a Jorge Villamil, Fanny Mickey, Fernando Soto Aparicio, la ACL y Artesanías de Colombia.
El maestro me llamó para agradecer la invitación, al mismo tiempo que se excusó por no poder asistir, dados sus múltiples compromisos en tierras lejanas, y me dijo en tono jocoso y divertido. “Ojalá hagas realidad tu sueño y si es así, no te olvides apartarme una casita allí para poner un mini-taller en medio de ese hermoso bodegón boyacense”.
El pasado 14 de septiembre, a las 8:30 de la mañana, el periodista Julio Sánchez Cristo anunciaba en su estación radial de la W, que el maestro Fernando Botero había decidido salir de la clínica, contradiciendo el querer de los médicos, para permanecer en su casa, decisión que le fue respetada y que presagiaba ser uno de sus últimos deseos, tal vez porque así lo había pactado ya con la muerte.
Entre acuarelas, trementina, pinceles y té helado, el maestro pasó sus últimos días en su refugio ubicado en el principado de Mónaco, dejando sobre el lienzo su exposición final, la que seguramente saldrá a la luz muy pronto como testimonio conclusivo de la vida y obra de este paisa que, con 91 calendarios acumulados sobre sus hombros, partió en paz y en silencio como parten los sabios que saben callar en momentos cuando hay tanto por decir.