Rafael Rubiano Zamudio murió enojado conmigo porque en una video conferencia a través de Messenger, a mediados de febrero de 2018, le hice un comentario con respecto a una publicación suya aparecida en su cuenta de Facebook, en la cual apoyaba un candidato a la presidencia de la República.

—Hola Rafael, cómo se le ocurre promover a un personaje tan nefasto. Por favor, tenga compasión con quienes vivimos aquí, en su país —le dije con tono burlón y algo de ironía. Además, le agregué unos calificativos a ese dirigente político. Los términos que utilicé, fuertes eso sí, correspondían a los que, en nuestro medio, emplean dos personas que se tienen confianza.
Él sonrió, no me hizo ningún comentario. Seguimos hablando de otros asuntos y nos despedimos.
Por la noche lo llamé telefónicamente y no me contestó. Al día siguiente volví a marcarle y tampoco respondió. Luego, durante casi ocho días seguidos le puse mensajes escritos a través de Messenger, pero todos los ignoró.
Casi una semana después, leí en su cuenta de Facebook un comentario que hacía en el sentido de que jamás toleraba, ni toleraría, a las personas groseras. Me sentí aludido porque en nuestra última charla, efectivamente, se me habían salido unas palabras descompuestas. Creí, entonces, que esa era la razón por la cual no atendía mis llamadas, ni leía mis mensajes.
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Rafael Rubiano Zamudio, era hijo de Eulogio y Ricarda. En el registro civil figura como nacido el 9 de noviembre de 1953. No obstante, en alguna oportunidad me comentó que su padre le había dicho que esa fecha era la del día en que había sentado la partida de nacimiento en la Alcaldía, pero que, en realidad, él había llegado a este mundo el 31 de octubre de aquel año. “En consecuencia, mi hermano, los dos nacimos el mismo día, el mismo año y en el mismo pueblo”, me dijo.
Vivimos la infancia y parte de la juventud, en Úmbita. Fuimos compañeros de curso durante toda la primaria en la escuela urbana.
En los paseos de los miércoles en la tarde al río Bosque y en las salidas periódicas a la laguna de Agua Blanca, él era mi compañero inseparable.
Lo recuerdo visitando mi casa, jugando canicas y trompo conmigo en la plaza y en las calles polvorientas de Úmbita.
En cuarto y quinto de primaria integramos un pequeño grupo de teatro que montaba sainetes y dramas.
Tuvimos una relación cercana.

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Terminamos la primaria en 1966. Al año siguiente mis padres me enviaron a estudiar secundaria en el Seminario Misional La Milagrosa de Chita. Él viajó a Bogotá.
Un día de mediados de diciembre de 1967, luego de haber cursado primero de bachillerato, me encontraba pasando las vacaciones de fin de año con mis padres en Úmbita. Eran cerca de las seis de la tarde. Acababa de salir de la iglesia en donde, atendiendo las instrucciones de las directivas del Seminario, había estado rezando unas oraciones y leyendo textos de la Imitación de Cristo. Cuando iba llegando a la esquina sur occidental de la plaza observé que, acompañado de otros jóvenes, venía Rafael Rubiano. Lo esperé. Avanzaba erguido, dando largos pasos. Tenía un pantalón negro, un buso cuello tortuga del mismo color. Lo saludé, lo noté displicente.
—¿De dónde viene con esa biblia mi hermano? —me preguntó en tono enfático sin haberme respondido el saludo.
—Cumpliendo con las obligaciones religiosas que me impusieron en el seminario —le contesté.
—O sea que usted no ha entendido que la religión es el opio del pueblo —me dijo.
Me sorprendió esta observación. Quise rebatirle, pero levantó la voz y comenzó a hablar de la pacatería de nuestra sociedad. Censuró la manipulación de la iglesia en la educación colombiana. Lo hizo de manera elocuente. Me sentí apabullado con su oratoria. No tuve arrestos para confrontarlo y opté por asumir una actitud calmada. En pocos minutos ya se había formado un corrillo alrededor nuestro. De repente apareció un tío mío, Aquileo Valero, me vio en aprietos, me preguntó qué pasaba, le dije que no había problema, pero me pidió que lo acompañara. Sin mayor resistencia lo hice.
Después de ese día no volví a ver a Rafael ni a tener noticias de él. Solo supe que vivía en Bogotá.
La verdad, esa escena no significó mayor cosa para mí. Pesaron más los momentos agradables y felices que compartimos en nuestra época de estudiantes de primaria.
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Culminado mi bachillerato ingresé a la Universidad en Tunja y poco después me vinculé al periodismo.
Todos los años, a comienzos de enero, iba a Úmbita a las tradicionales ferias y fiestas. Allí me encontraba con paisanos que vivían en diferentes partes del país. Siempre abrigué la esperanza de dar con el paradero de Rafael Rubiano. Lo preguntaba, sobre todo, a quienes residían en Bogotá. Nunca nadie me dio noticias de él.
Pasaron más de 25 años y a mediados de 1993 me encontré en Tunja con Luis Cruz Franco, también compañero de curso en la primaria y muy cercano a Rafael. Le pregunté si sabía de él.
—Rafael está muy bien. Vive en Nueva York. Trabaja en ebanistería. Unos turcos lo contrataron. Por la calidad de su trabajo muy pronto adquirió fama en el ramo. Él año pasado estuvo en Úmbita con su familia. Me llama de vez en cuando.
—Por favor facilíteme el teléfono, quiero comunicarme con él.
—En este momento no tengo él número, yo se lo consigo. Lo que si le cuento es que cuando él vivía en Bogotá me recibió en su casa algún tiempo. Por entonces lo escuchaba a través de Radio Santa Fe o del Noticiero Todelar. Después lo leía en El Espectador. Cuando me llama, por lo general, me pregunta por usted.

—Y si sabía dónde trabajaba, ¿por qué nunca me llamó?
—Ni idea. Ustedes fueron bien compinches en Úmbita y luego me he dado cuenta de que lo recuerda mucho.
Me alegró saber de él y sentí satisfacción de enterarme de que me había seguido a través de los medios de comunicación. Supuse que no se había comunicado conmigo tal vez apenado por el show que me montó en diciembre de 1967 en la plaza de Úmbita.
Pasaron 10 años de la charla con Luis Cruz y no tuve ninguna noticia de Rafael Rubiano. A mediados de 2012 abrí una página en Facebook denominada “Úmbita Grande”. En esta no aparecía mi nombre. Mostraba fotografías y presentaba remembranzas de mi pueblo. Los lectores hacían comentarios.
En enero de 2013 escribí en esa página: “Los umbitanos recuerdan a grandes apóstoles de la educación como Antonino Huertas, Matilde Romero y Pablo Emilio Huertas. Reconocimientos sinceros a ellos”. Debajo de esta nota, alguien, que firmaba como Rafael Rubín, escribió: “Rindo tributo de gratitud a mis profesores de primaria: Marcos Molina, Eliécer Villalobos, Gustavo Melo, Tomás Galeano y Pablo Emilio Huertas”. Al leer esto me sorprendí porque todos ellos habían sido profesores míos y no me acordaba tener un compañero de apellido Rubín. Al instante sospeché que fuera un seudónimo de Rafael Rubiano.
La curiosidad me llevó a indagar en internet. Era un sábado en la tarde. Estaba en mi apartamento de Bogotá. Entré a Facebook y encontré una cuenta con ese nombre. Allí se señalaba que Rafael Rubín vivía en la Florida, Estados Unidos. Dudé, entonces, que fuera quien yo creía, porque hasta donde sabía, él estaba radicado en Nueva York. No obstante, al revisar las fotografías vi una en la cual aparecía alguien con rasgos físicos similares a los que recordaba de mi excompañero de primaria. El peinado era el mismo. Entré a Messenger, busqué a Rafael Rubín y en su cuenta formulé una pregunta por escrito. La respuesta fue inmediata.
—Buenas tardes. ¿Usted es Rafael Coronado Rubiano?
—Sí ¿quién habla?
—Oh, qué bueno encontrarlo. Me alegra mucho, porque vengo buscándolo desde que salió de Úmbita.
—Pero ¿con quién hablo?
—Soy un amigo suyo de infancia. Alguien que lo aprecia mucho. Sé que le ha ido muy bien en Estados Unidos. Lo felicito.
—Por favor ¿quién es usted?
—No le digo, porque de pronto me corta la comunicación.
—Por favor dígame su nombre.
—Está bien. Soy Gustavo Núñez Valero.
—¡No puede ser! ¡Qué bueno! ¡Se me hizo el día! Deme su número de teléfono celular o fijo y lo llamó de inmediato. ¿En dónde está?
Le escribí el número del teléfono y le indiqué que en ese momento me encontraba en Bogotá. No habían transcurrido 30 segundos cuando comenzó a timbrar el teléfono de mi apartamento. Respondí y era Rafael. El reencuentro fue emotivo. Me regocijé de escucharlo. Mi esposa, sorprendida por mis reacciones ante la llamada, se me acercó y en voz baja, mientras yo hablaba con Rafael, me dijo:
—¿Quién es ese tal Rafael que nunca me lo había mencionado?
Hablamos casi dos horas. Le pasé al teléfono a mi esposa y él me pasó a la suya. Quedamos en hablar de nuevo y ese mismo día me dijo:
—Lo invito aquí a la casa. Venga con su esposa, sus hijos, sus nietos. Los parques de Walt Disney están cerca de aquí.

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En esa conversación me contó lo que había sido de su vida a partir del momento en que salió de Úmbita y se fue para Bogotá.
—En diciembre de 1966 me fui a vivir con uno de mis hermanos mayores en Bogotá. Él era tapicero. En 1967 no pude entrar al bachillerato porque no conseguí un colegio público y mis padres no podían costearme un colegio privado. Repetí el quinto de primaria en una escuela pública.
A comienzos de 1968 una de sus hermanas, quien trabajaba en el Banco Santander en Bogotá, le consiguió un empleo como mensajero de la Agencia de Noticias EFE.
—Ese banco es de españoles. Allí los ciudadanos de ese país abrían sus cuentas bancarias. Un periodista español que acababa de llegar a Colombia con la misión de crear la agencia de noticias EFE le pidió a mi hermana un candidato para que le ayudara en el oficio de mensajero. Mi hermana me candidatizó y fui seleccionado. Con 15 años comencé a trabajar. Me fue bien con la mayoría de los empleados de la oficina menos con uno: el periodista Yamit Amat. El me ultrajaba. Me decía que yo era un campesino. Era un grosero de miedo, un boquisucio. En algún momento no soporté su patanería, lo enfrenté y decidí retirarme de allí.
Al quedar sin trabajo, el hermano donde vivía le dijo que aprendiera el oficio de tapicero.
—Mi hermano me enseñó el oficio que he desempeñado toda mi vida. Yo no soy ebanista como le dijo Luis Cruz sino tapicero, por no decir que carpintero.
Con su hermano trabajó algunos años, luego se independizó, montó su propia tapicería y le fue bien. En 1973 conoció a una chica de Ventaquemada, María Teresa Suárez López, con quien se casó en 1975. Tuvieron dos hijas: Emperatriz y Linda. En Bogotá adquirió casa y un lote al norte de la ciudad. En 1980, ante la insistencia de dos hermanas que vivían en Estados Unidos viajó a ese país con su esposa y sus dos hijas, no sin antes haber tramitado en la embajada americana el permiso para trabajar. Inicialmente se radicó en Nueva York. Primeo laboró con unos turcos, luego se empleó en otras empresas de tapicería. Con sus ingresos, bien administrados, pudo darles educación a sus hijas en colegios privados de enseñanza secundaria y luego en la Universidad. Las dos obtuvieron sus títulos universitarios. Él adquirió dos propiedades de finca raíz en esa ciudad. Pasados los años decidió trasladarse a la Florida. Vendió las dos casas en Nueva York y compró una estancia campestre en Howey in de Hills cerca de Orlando.
Como aún no tenía la edad ni el tiempo de cotización para pensionarse debió seguir trabajando.
—En Tavares, cerca de Howey in theHills me recibieron como aseador en un colegio. Estuve dedicado a la “trapoterapia” unos seis meses hasta cuando el Condado de Lake, cuya sede es Tavares, me nombró tapicero de los buses de sus 14 municipalidades. Mi esposa fue designada conductora de uno de los buses del Colegio de Tavares.
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Ante la invitación que me formuló Rafael para visitarlo en Florida, decidimos, con mi esposa, aprovechar la ocasión y llevar a nuestros nietos a Walt Disney. Tres años después del reencuentro telefónico les llegamos a Rafael y a su señora a Howey in theHills.
Al reencontrarme con Rafael, después de 50 años, se removieron en mí las fibras sensibles de mi humanidad. Al abrazarnos sentí que se me aguaban los ojos. Lo miré y noté que en él la emoción también se había materializado en unas lágrimas que se desgajaban por sus mejillas.
Su casa era de una sola planta, tenía un área construida de por lo menos 150 metros cuadrados, se levantaba dentro de una parcela de por lo menos 10.000 metros cuadrados, con amplios prados y muchos árboles ornamentales y frutales.
Rafael y María Teresa fueron unos anfitriones estupendos. Además de darnos hospedaje durante los días en que íbamos a los parques de Walt Disney, nos llevaron a las municipalidades de Jackson Ville. San Agustín, Tampa y Saint Petersburg, en el Golfo de México.
Allá, en su casa, me insistió en que pasara una larga temporada y la aprovechara para escribir. Le acepté y acordamos que en el 2018 estaría uno o dos meses. Iba a elaborar perfiles de umbitanos que vivían en Miami. Esta promesa no la pude cumplir porque en enero de ese año mi esposa enfermó y debió someterse a un largo tratamiento, durante el cual yo no podía estar ausente.
Después de visitarlo en la Florida nos comunicábamos por lo menos dos veces a la semana. Todo fluía bien hasta ese fatídico día en que le reclamé por su respaldo político a un candidato presidencial.
Mi familia se entristeció ante ese incidente. Mi esposa, mi hijo mayor y hasta mis nietos intentaron recomponer la situación, pero él mantuvo firme su decisión de no saber nada de mí.
En enero de 2019 mi esposa se sorprendió al enterarse en la cuenta de Facebook de Rafael que él y su esposa habían estado por esos días visitando Úmbita y Bogotá. Lamenté mucho no haber podido devolverle todas las amabilidades que me había prodigado a mí y a mi familia.
A mediados de marzo de 2020 se inició la pandemia. Con mi esposa nos preguntábamos a menudo cómo estarían pasando esa emergencia Rafael y María Teresa. Nos sentíamos impotentes y tristes al no tener ninguna línea de comunicación con ellos.
El 21 de junio del 2020 experimenté un escalofrío que caló todo mi cuerpo cuando mi esposa, pálida e impactada, me mostró algo que acababa de encontrar en la cuenta de Facebook de Rafael. Era una nota suscrita por una umbitana, Carolina Melo Diaz. Ese texto decía: “Rafita, has partido al cielo y se entristece mi corazón. Ahora experimentas la paz y el amor de Dios en toda su plenitud. Y aunque no pudimos cumplir la cita, en mi corazón siempre estarás. Hubiese sido un gran placer estrechar tu mano y darte un fuerte abrazo”. En seguida aparecía un escrito de su hermana Yamile lamentando el fallecimiento de Rafael.
A Yamile la conocía a través de Rafael. La llamé y me contó que Rafael había muerto el 15 de marzo de ese año, pero que solo se pudieron enterar tres meses después. Un cáncer de estómago, detectado a mediados de 1918, apagó su vida.
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Rafael vivió 13 años en Úmbita, 14 en Bogotá y 40 en Estados Unidos. En Úmbita lo conocí como un muchacho inteligente, inquieto, comedido, despierto, crítico, festivo, estricto, meticuloso, impetuoso y con un desbordado deseo de superación. Me dolió mucho saber que no había podido seguir estudiando. Lamenté que se hubiese desperdiciado esa brillantez mental que profesores y compañeros le reconocimos en la escuela.
Luego de escucharlo y verlo actuar en su casa de Florida comprobé que aquellos rasgos personales mostrados en su infancia y adolescencia los conservaba. En ese momento, año 2016, era un hombre maduro, amante de la lectura, apasionado por la política, disciplinado, metódico, alegre, sociable y muy activo.
Me llamó la atención su generosidad. Me contó que anualmente llevaba a un umbitano a pasar vacaciones en su casa, le pagaba los pasajes de avión y le ayudaba con los trámites de la visa. Desde luego que a quienes invitaba eran personas que sus condiciones económicas no les permitían viajar por sí mismos. Fue ese el momento en que me contó que, por ejemplo, estaba ayudando a las hermanas Yamile y Carolina Melo Diaz, quienes habían quedado huérfanas de padre y madre como consecuencia de una tragedia familiar terrible.
Allí en Howey in theHills me comentó también que leía libros de filosofía y política diariamente, que pertenecía a una iglesia cristiana y que anualmente viajaba con su esposa, y en ocasiones con sus hijas, yernos y nietos, al exterior. Conoció todos los países de Europa, América del Norte, varios de Asia y la mayoría de los de América Central y América del Sur. De la misma manera me confesó que no había podido dominar el inglés.
Me di cuenta de que le dolía mucho la suerte de Colombia, que amaba a Úmbita y que sentía repulsión por los políticos corruptos e incapaces.
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Ahora, tres años y medio después de su muerte, he conocido una noticia que me tiene devastado. Su hija menor, Linda, de 47 años, acaba de morir, víctima, también, de esa enfermedad pavorosa llamada cáncer. Sus exequias se realizarán en New Jersey justo un día antes de que aparezca publicada esta nota.