
Cuando se ven las noticias del medio día o de la noche, uno siente que el mundo se viene encima. Nadie es bueno, no hay inocencia, todos somos corruptos y malvados. Cuando se conversa con algunas personas se escucha cómo se desfigura el rostro del otro, nadie es bondadoso, todos tenemos intereses mezquinos.
Tal apreciación de la vida en sociedad, de lo comunitario y de las relaciones interpersonales nos pueden hacer creer que ya no hay esperanza y que los humanos somos seres despreciables. Sin embargo, si hacemos un ejercicio analítico sobre la bondad da la que nos sostenemos, puede que la balanza se incline.
Tengo una tía que se llama Olga, tiene un poco más de sesenta años. Hace un tiempo que se pensionó y desde entonces ha dedicado su tiempo a cuidar de otros. Pasa temporadas en distintas ciudades cuidando a sus nietos. Cuando está en su casa, recibe visitas de amigos y familiares, muchos llegamos a su casa en busca de su sazón. Sus platos son una manifestación del cuidado que nos provee la tierra y de la creatividad de las manos que cocinan y le dicen a otros con afecto que hay amor y comprensión.
No sólo cuida de sus nietos, ¡qué abuela no lo hace! También ha cuidado de sus hermanos enfermos, ha pasado la noche en vela con ellos en un hospital, vigilante a un sonido o una palabra que denote no estar bien. Ha bañado y cuidado a personas más jóvenes que ella. Todo con amor, sin esperar nada a cambio, ni siquiera la gratitud.
Hace unos días, su hermano mayor, junto con su esposa, campesinos ambos, estaban pasando un mal momento de salud, por un lado, vértigo y desaliento, por el otro, un infarto. Mi tía se ocupó de ellos, primero en el campo, después en una clínica. Cuando pienso en lo que hace, recuerdo que Aristóteles decía que el bien no se contempla, se practica.
En su casa siempre ha habido mascotas. Hubo una época en la que vivieron con Roberto, un loro que la llamaba con fuerza, porque no quería vivir en un mundo en el que ella no estuviera. También han tenido perros y gatos, para ellos siempre ha habido un trato amoroso y respetuoso. Por otra parte, ella cuida de plantas que embellecen el lugar y recuerdan que somos hermanos con la naturaleza.
Cuando pienso en ella, recuerdo un poema de Borges:
Los justos
Un hombre que cultiva su jardín, como quería Voltaire.
El que agradece que en la tierra haya música.
El que descubre con placer una etimología.
Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez.
El ceramista que premedita un color y una forma.
El tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada.
Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto.
El que acaricia a un animal dormido.
El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho.
El que agradece que en la tierra haya Stevenson.
El que prefiere que los otros tengan razón.
Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo.
Ahora bien, estoy seguro que si hacemos el ejercicio de pensar en las personas bondadosas, nos encontramos con humanos que están salvando el mundo. Personas que nos recuerdan que la mezquindad y el horror no tienen la última palabra. Seguro que, si buscamos, ubicaremos personas como mi tía Olga.