Letra muerta – Fabio José Saavedra Corredor #Columnista7días

A esa hora de la madrugada, en la que el canto de los gallos anunciaba la cercanía del amanecer, el abuelo Eleuterio se arrebujo entre las mantas, disfrutando el calorcillo de la lana virgen, él amaba el sueño tranquilo y reparador de la alborada, la tibieza de la cama y los trinos de las aves arrullando su sueño, así lo encontraron los primeros rayos de sol, cuando empezaron a filtrarse a través de las cortinas, sustrayéndolo del mundo del sueño.

El anciano desperezándose, se puso de pie, cauteloso caminó hacia la ventana y abriendo las cortinas, dejó que los rayos del sol inundarán todo el cuarto y acariciaran la piel ajada de su rostro, luego extendiendo los brazos, se quedó absorto, mirando las huellas del tiempo en el dorso de sus manos, los recuerdos empezaron a desgranarse de su memoria, igual a gotas de lluvia en invierno.

Se vio de niño, tomado de la mano de su madre, tratando de seguirle los pasos rumbo a la misa del domingo, o cuando le humedecía el dedo pulgar de la mano derecha, en el agua bendita de la pila, a la entrada de la iglesia, para luego persignarlo, “por la señal de la Santa Cruz.». El odiaba en silencio a las viejas amigas de su madre, cuando abusivas le cogían los cachetes, con los dedos saturados de crema para manos, solo para felicitarla por el chinito tan chirriado, una que otra agregaba, con esa risita maliciosa cargada de picardía, “este, si le va a batir cacao a más de una «.

Hoy, ahí parado junto a la ventana, veía pasar la fascinante película de su vida, pensó que el tiempo solo era un camino que no podía dejar huella, porque nunca dejaría de ser el mismo tiempo, el mismo segundo de sus abuelos, que el de sus padres, los que cambiábamos, éramos los seres humanos en el paso por la vida, ayer niños con pieles tersas y hoy ancianos con las huellas cosechadas en el sendero, luego abrió la ventana de par en par, agradeciendo al Creador, dejó que el aire fresco que bajaba de la sierra, inundará sus pulmones y le arrancará esa tosecita de perro sute, como le decía Belarmina, la vieja cocinera que había sobrevivido las dos últimas guerras de su país, tan acostumbrado a la guerra eterna.

Entre esporádicos accesos de tos, Eleuterio fijó su atención en los cerros, los recordó cubiertos de espesos bosques, con el verde brillante de los robles, también recordó las tardes de cacería, con los perros persiguiendo tinajos, armadillos o gua guas. Hoy veía los cerros desnudos, estremeciéndose cuando los imaginó cubiertos por una multitud de árboles fantasmas deambulando por las lomas y cañadas, reclamándole entre lamentos y aullidos a la inconsciencia de la humanidad, por haberlos destruido, también observó la inexorable lengua de la erosión, que ya empezaba a lamer las lomas.

En esos momentos sonaron suaves golpes en la puerta del cuarto, seguidos de la voz queda de Belarmina, invitándolo al desayuno, él con la premura que le permitían sus cansados pasos se dirigió a la ducha, y en poco tiempo se encontró en la mesa degustando una vaporosa taza de cacao, cosechado en la finca a la orilla del río, así iba entreverando la bebida entre sorbo y sorbo, con suculentos bocados de arepa de maíz y huevos revueltos de la gallina saraviada, los que hacían las delicias de su desayuno, en tanto Belarmina lo observaba impávida desde la puerta, disfrutaba el apetito voraz de su patrón, mientras comentaba con sorna, “Don Eleuterio, enfermo que come no muere”, el abuelo, sin mirarla no alcanzó a replicar, cuando entró al comedor la tromba de su nieto, y estampándole un buen beso en la mejilla, depositó sobre la mesa un frasco conteniendo grillos, que se enredaban entre saltos, buscando la salida infructuosamente, yendo a estrellarse contra la tapa, situación celebrada por el chiquillo con explosivas carcajadas, en tanto el abuelo daba cuenta del desayuno.

El inquieto pequeño en un abrir y cerrar de ojos, extrajo un insecto del frasco y sin ningún miramiento lo atravesó con un alfiler, la horrorizada mujer lanzó una exclamación reconviniendo al pequeño travieso, siendo secundada por la voz del abuelo y seguido por la inocente explicación del niño, “abuelito, todos los días matan gente en las noticias de la televisión, ¿por qué yo no puedo matar un grillo?”.

Los dos viejos se miraron sorprendidos, pensando en su adolorido país con los valores invertidos, el anciano poniéndose de pie desclavó del alfiler a la víctima, que se debatía agónica, luego tomó el frasco y saliendo de la casa invitó a su nieto a la caminata diaria. Avanzaron en silencio por el sendero que los llevaría al río, hasta que encontraron una gran piedra, bajo la sombra de un cedro, a orilla del camino, después de un corto silencio, el viejo explicó a su nieto la importancia de cuidar la vida, lo invitó a liberar a sus prisioneros, que alborozados huyeron perdiéndose entre la hierba del potrero, también le habló del amor por la vida y el respeto por los demás, como el mayor valor para vivir en paz, entre tantas cosas que le enseñaba la voz de la sabiduría de los años, le hablo de la ley que era letra muerta en una sociedad permisiva.

En tanto habían llegado a la orilla del río, el abuelo Eleuterio llevaba en su mano el insecto que todavía agónico se estremecía, y con la bondad de sus ojos invitó al niño a escoger sepultura para su víctima, o la frescura del agua del río o un hoyo cavado en la arena, para luego enterrarlo en la playa.

En ese instante el compungido niño pidió perdón a su víctima y se lo entregó a las raudas aguas para que lo llevarán a tierras desconocidas, y volviéndose al abuelo, le preguntó,  qué era la ley de letra muerta, fue cuando este tomó una vara delgada y con ella escribió en la arena, “LEY”, luego descalzando sus pies y los del niño se adentraron en el remanso del río, donde se dedicó a escribir en el espejo del agua la misma palabra que había escrito en la arena, explicándole al pequeño, que así era hoy en día la ley en nuestro país, una palabra muerta, que en la arena podía durar más, pero que el viento pronto la borraría, que hoy, la ley, los que no la violaban, la mataban o la acomodaban a sus conveniencias, por eso teníamos que luchar por recuperar los valores y las buenas costumbres, herencia de abuelos y enseñanzas de la madre naturaleza.

*Por: Fabio José Saavedra Corredor