El molesto tintineo del despertador sustrajo a Aurelio del agradable mundo del sueño, en ese momento en que la tibieza de las mantas consiente la piel, amodorrando los sentidos, al punto que nadie quiere dejarlas para enfrentarse al entumecedor frío del amanecer; sin embargo, el hombre estiró el brazo y en medio de la penumbra, después de varios intentos, por fin atinó a callar el molesto despertador, en tanto pensó, que lo prefería al insoportable zumbido de un zancudo, que insistente amenazaba con metérsele entre la oreja.
Entre dormido y despierto el abuelo se sentó en el lecho, deleitándose unos instantes en la acompasada y tranquila respiración de su esposa.
Amaba la serenidad reflejada en su rostro y el silencio del cuarto, la tenue luz que se colaba por la ventana hacía el amanecer más encantador. En ese momento recordó que la noche anterior había llegado su pequeño nieto a pasar vacaciones con ellos, y que se había comprometido a llevarlo con él a su día de pesca, por eso se vistió con sigilo y premura, recogiendo con afán los aparejos de pesca, y con la agilidad de un felino, se dirigió por el corredor, donde sorprendido vio al nieto, listo para emprender con él la aventura del día.
Los dos salieron por el portón de campo, el que daba directo al camino que llevaba al río, a esa hora un leve velo de neblina se elevaba del suelo, impulsado por la brisa que subía del río, así avanzaron por el sendero que los llevaría hasta la orilla de la corriente, donde se formaban los meandros que permitían la pesca, los dos iban disfrutando las voces del amanecer anunciando la proximidad del nuevo día, y fresca brisa acariciando sus rostros, igual que el cosquilleo que producía el aire puro camino a sus pulmones, era la vida misma invitándolos a la vida.
El día anterior había llovido torrencialmente en el páramo, enturbiando las aguas de arroyos y quebradas, que presurosas se desbordaban saltando por la pendiente, para ir a alimentar el torrentoso río, el que detenía su carrera en la llanura, formando extensos remansos, que hacían de ellos lugares propicios para practicar le pesca. Aurelio era un apasionado por este deporte, podía pasar días enteros lanzando el cordel, así no tuviera éxito y su afición parecía haberla heredado su joven nieto.
La luz del amanecer se empezó a desbordar en el horizonte, cuando percibieron el sonido del agua cerca, entonces, siempre seguido por el niño, se fue alejando del camino, avanzando con precaución por entre la maleza, las hojas húmedas con el rocío del amanecer, golpeaban sus rostros, mientras las aves revoloteaban entre las copas de los árboles, oían los gorjeos de los pichones y el canto de las pavas montañeras, igual que el golpeteo de los picos de los pájaros carpinteros invitando a construir ilusiones.
Así en poco tiempo, encontró su remanso preferido en una enorme curva del camino, y acomodándose entre los arbustos y helechos, después de asegurar la carnada y revisar el carrete, se dispuso a hacer el primer lance, sin perder la mirada del cordel, poniéndose el dedo índice sobre los labios, le indicó al nieto silencio, y pensó en lo que más admiraba del pescador, esa paciencia granítica, que se diluía en el tiempo, mientras mira el señuelo sobre el agua, o esperando los suaves tirones, que avisan la mordida de la presa, ahí estaba él, atento…alerta a cualquier señal que avisara la presencia de la víctima.
Concluyó que todo era un rito silencioso, un combate entre dos mundos, el terrestre y el acuático, en el que los contrincantes son tan diferentes y ninguno sobrevive fuera de su medio.
Las aguas turbias favorecían al pescador, que podía permanecer horas y horas rígido como una estatua, aun en posiciones incómodas, con los músculos tensos, la mirada fija y los nervios como la cuerda de una ballesta, hasta que feliz, lograba su recompensa.
El sol se escondía en el horizonte, cuando emprendieron el regreso, debiendo despertar al pequeño, que se había quedado dormido sobre el mullido musgo, la pesca había sido pródiga, en la mochila cargaba varios bocachicos y dos amarillos, los preferidos de la abuela, avanzaban presurosos por la pendiente, mientras el viejo esperaba que la maquinita de hacer preguntas se prendiera, durante el día lo había mantenido callado, con el pretexto del silencio, para no espantar los peces.
Ese día tuvo que explicarle, cómo respiraban las lombrices que llevaban de carnada y por qué los peces no se ahogaban, hasta preguntó, si los peces salían a orinar u orinaban entre el agua, sin embargo, para todo el abuelo tenía respuesta, hasta que antes de entrar a la casa se paró a mirar la luna, que ya subía en el horizonte y soltó la cereza del pastel ¿Nono, por qué la luna es blanca, si refleja la luz amarilla del sol? entonces la abuela asomó en la puerta alborozada, mientras Aurelio respondía, ya perdiéndose por el corredor, «mijito, de eso, pregúntele a la abuela» en tanto le entregaba los pescados a la señora de la cocina.
Fabio José Saavedra Corredor