La leyenda de Amadeo – Fabio José Saavedra Corredor #Columnista7días

Dalia Azucena, mujer de pensamiento libre como el viento, con nombre florecido como el jardín de la madre de su difunto esposo Amadeo, nunca pensó que su original suegra, desde la tarde que había conocido su peculiar nombre, se dedicaría a cultivar un jardín de dalias de todos los colores y azucenas blancas, según ella, en cada color de las primeras, figuraba una virtud de su nuera y la blancura inmaculada de las azucenas, reflejaba la pureza de la afortunada compañera de su hijo.

Desde entonces los años se habían desgranando sobre el jardín, como acariciadoras gotas de lluvia de invierno, hasta que una tarde de verano, mientras que consentía sus flores, el tiempo, peregrino eterno, se la llevó en brazos de una tenue brisa, llevándose al cielo hasta sus ansiados anhelos, de conocer un nieto, sin saber que su hijo del alma era estéril, extraño adorno que lo había convertido en el hombre más deseado del pueblo, desaforo que lo llevó a vaticinar como sería su deceso y una noche con el entendimiento en medio de los vapores del licor había dicho «anhelo morir en el éxtasis del amor agónico» y como decía el abuelo «el poder de las palabras ociosas» acabó por cumplirle sus deseos.

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En la madrugada fatídica de su muerte, Dalia Azucena permanecía como cirio de iglesia en Semana Santa, parada frente a la ventana de su cuarto, su mirada inquieta parecía volar del jardín florecido a la estrellada cúpula del cielo, pensando que en alguna flor o en alguna estrella se encontraría su suegra, para contarle que su consentido Amadeo, pronto estaría con ella.

En esos instantes recordó la noche de su entrega, cuando había declinado ante la sinrazón de los sentidos y el corazón, accediendo a los fogosos requerimientos de Amadeo, allí parada frente a la ventana, una tenue sonrisa se dibujó en sus labios, una mezcla de tristeza por la partida y alegría por el regalo de la vida, en tanto miró de soslayo el lecho y sobre este, vio el cuerpo exánime de su esposo, iluminado por la luz de la luna, en su rostro se leía la paz de siempre, el mismo sosiego después del delirio, igual a la primera cita en la vega del río.

Ella quería detener el tiempo, para seguir sola recordando esa inolvidable noche, cuando salió a hurtadillas de su casa para luego sentir alas en sus pies y reclamándole a la luna llena que apagara sus reflejos.

A esa hora trajo a su memoria aquella madrugada cuando su frescura le acarició el rostro y tranquilizó su espíritu, mientras el viento fresco silbaba por entre las largas hojas de los carrizos, obligándolas a inclinarse, como si le rindieran homenaje a la brisa, a la vez que la soledad de la noche se acompañaba con el ulular de los búhos escondidos entre las copas de los árboles, y el monótono croar de las ranas, apoltronadas en los juncos a la orilla del río, a la vez que la luz plateada de la luna impregnaba de ensoñación y misterio el paisaje, en tanto que delicados velos de neblina se mecían con la brisa rindiendo tributo a la belleza de Chía.

Entonces en la distancia del sendero se dibujó su silueta femenina, ella avanzaba con pasos ágiles arrebujándose en el abrigo de la mantellina, que la cubría desde los tobillos hasta la coronilla, cuando estuvo cerca a la curva donde el río se devora el camino, de entre la maleza había emergido la sombra masculina de Amadeo, entonces se fundieron en un solo cuerpo en medio de gemidos y suspiros, hasta que el canto de los gallos rodó por montes y cañadas anunciando la cercanía del nuevo día, desde esa alborada jamás se separaron, como dijo el Cura “hasta que la muerte los separe”.

Y así había sucedido, además Dalia Azucena era una mujer de conciencia libre como el viento y nombre igual al jardín de la madre del difunto, ella desde niña no creía en los traficantes de la muerte y el dolor ajeno, por eso hoy ya viuda había decidido poner tierra de por medio, con funerarias, cementerios y especialmente de médicos forenses, quería por sobre todo, que el cuerpo de su amado no sufriera daño físico en su camino al paraíso.

Por esta razón desde que el primer rayo de sol anunció el día, contrató una carroza fúnebre, y por entre trochas trató de encontrar el camino real que, según Arciniegas, había muerto por culpa del ferrocarril, así entre tumbo y tumbo, el inclemente calor del medio día, los sorprendió entre el pueblo de Bosconia y Ariguaní, cerca al río de la Magdalena, allí sería su destino, lugar sagrado testamentado como última morada por su difunto marido.

En esos paradisíacos parajes en medio del trópico, Amadeo había pasado sus años mozos entre retozo y retozo, su fama de parrandero traspasó fronteras, al punto que aun estando vivo, lo consideraban leyenda, igual al hombre caimán.

El cansancio y el hambre obligaron a los viajeros a detener el viaje, en un extraño restaurante de carretera, que anunciaba su plato estrella con enormes letras dibujadas en trozos de madera, «Caldo parao, para resucitar muertos».

Sin pensarlo dos veces, entre bostezo y bostezo, dejaron el carro bajo la sombra de un enorme caracolí florecido, con los vidrios abajo y las puertas abiertas, para darle ventilación al hombre inquieto, como solía llamarlo en vida ella.

Dalia Azucena entró presurosa al enorme cobertizo, seguida del somnoliento conductor, sentándose bajo un viejo ventilador de techo, que arrastraba las paletas emitiendo quejidos que amenazaban desarmarlo en cualquier momento, y allí se dedicaron a degustar el caldo levanta muertos, olvidándose por un momento, del fiambre que cargaban desde temprano en el carro.

Entre tanto se habían acercado al carro dos hermosas mujeres, que años antes conocieran al muerto, y cuando vieron que era el famoso Amadeo, exclamaron sin ningún recato, «Amadeo, Amadeo cálmame mi deseo» frase que rondaba entre las fiestas de pueblo, con rajaleñas y tambores: El aroma del caldo levanta muertos, y la exclamación de las dos lugareñas, resucitaron al muerto, que sin premura abrazó a las dos bellas y entre bromas y morisquetas se dirigieron al puerto donde se embarcaron en una canoa río arriba, rumbo al no sé dónde, unos dicen que se fue a Carmen de Bolívar, otros, que las encantadoras mujeres se lo llevaron a las montañas de Luriza, en todo caso esto nadie lo sabe a ciencia cierta.

Desde entonces, Dalia Azucena se sienta en el muelle todos los ocasos a deshojar margaritas, mientras pregunta esperanzada a las aguas del río de la Magdalena, si sabe si Amadeo aún la quiere.Fabio José Saavedra Corredor.