El día se despedía en el horizonte, cuando Segismundo emergió de la espesura del bosque, con las ropas desgarradas por las espinas, que iba encontrando a su paso entre la espesa maleza, como si estas en vano trataran de detenerlo, en su obsesión por encontrar a su enamorada. El muchacho no tenía descanso y el sueño había huido de él, desde la noche fatídica en que la hermosa nieta de Cuncia, desapareciera misteriosamente en la platanera, aquella noche de luna llena.
Esa noche, que inocentemente, en medio de sus juegos amorosos, ella le había pedido que cerrará los ojos, mientras invocaba los espíritus de la montaña, él solo recordaba haberla oído pronunciar extrañas palabras, parecidas a las que decía en latín, el anciano párroco del pueblo.
Entonces, sucedió lo que nunca debiera haber sucedido, cuando después del prolongado silencio, abrió los ojos y Filomena había desaparecido del mundo de los vivos, sin dejar rastro, como por encanto, jamás la encontraron, a pesar de haber recorrido las extensas plataneras, desde la salida del pueblo, hasta los límites con el mar en la playa.
El pobre hombre, en medio de sus desvaríos, había llegado al extremo de creerse perro rastreador y aseguraba tener mejor olfato que Wilson, el pastor alemán de los guardias de la prisión, por eso una noche se dio mañas de birlarle a la abuela, una diminuta prenda de la desaparecida. Desde esa noche, no más olía los encajes de esta y se lanzaba por entre caminos y montes vírgenes, a perseguir con ansias los aromas misteriosos que le traían los vientos de la sierra.
Segismundo no perdía las esperanzas de volver a verla, en medio de su devoto amor, persistía insistente, todavía recordaba la última vez que oyó la suavidad de su voz, pidiéndole no abrir los ojos, hasta que ella no se lo dijera. Mientras tanto, los días iban desgranándose en el horizonte, igual a los calabazos llenos de chirrinche en el alambique de Cuncia.
Los borrachitos decían que las diluviales lágrimas derramadas por la abuela, desde la desaparición de la nieta, caían en el licor, y desde entonces, había mejorado el sabor y el efecto en los sentimientos de los clientes, razón por la cual, las ventas crecían como espuma, en tanto que los pleitos y altercados empezaron a desaparecer, después que los consumidores apuraban el primer trago, se vieron muchos enemigos irreconciliables hacer las paces, y luego terminar brindando en la misma totuma, una extraña euforia se apoderaba de todos.
Por esa época la fama del extraño licor rendido con lágrimas, crecía como los ríos en invierno, desde lejanas tierras empezaron a llegar nuevos clientes, y hasta las brujas y curanderos recetaban para curar diferentes males, tomar en ayunas un pocillo tintero de chirrinche, incluso a las esposas cantaletosas y a los esposos celosos les curaba sus males con una copa diaria. Por toda la región desaparecieron rencores, envidias y maledicencia.
El único en toda la comarca, que seguía sufriendo y no encontraba paz era Segismundo, atribulado por el amor perdido, después de haber aceptado cerrar los ojos, desde entonces todos los ocasos, Segismundo se perdía por detrás del cuarto del alambique, como una sombra envuelta en la penumbra, y luego de olfatear los encajes de su amada, se lo tragaba la oscuridad, así de madrugada en madrugada, hasta que una noche oscura, como conciencia de prestamista usurero, en medio de una pertinaz llovizna, vio a los chimbilayes bailando la danza de los ciegos, al ritmo del ulular de los búhos, mientras que a lo lejos, por entre los tupidos vástagos de la platanera, se veían los destellos de las llamas de una hoguera, acompañados de unos raros murmullos que parecían lamentos, sin ningún temor, Segismundo apresuró el paso, hasta llegar a un claro en medio de la platanera, en este lugar, las brujas de la región habían prendido una gran hoguera, y bailaban alrededor de esta la ronda de las hechiceras, dando saltos y practicando extrañas contorsiones, lanzando estridentes gritos y carcajadas, que le helaron hasta los tuétanos al pobre enamorado, cuando oyó con claridad los cantos del aquelarre.
Entonces, en su atormentada mente, se empezó a abrir espacio una idea que lo aterraba, pero la realidad fue imponiéndose, escondiéndose entre los vástagos de plátano fue acercándose al bacanal, vio como las brujas levitando a una altura considerable del suelo, giraban alrededor de las llamas haciendo extrañas piruetas.
El hombre permanecía pegado a los troncos de los árboles, conteniendo la respiración para no ser descubierto, por momentos oyó estribillos, con palabras audibles en su lengua «Segismundo, Segismundo, por haber profanado el cuerpo de la gran hechicera Filomena, andarás por el mundo errabundo» mientras tanto las llamas jugaban con las sombras haciendo el momento más macabro, el enamorado empezó a sentir temor por su descubrimiento y quería hacerse invisible pegándose al suelo, entonces se oyó en la distancia el canto de los gallos anunciado la vida, alejando el mundo del sueño y la muerte, con el primer canto las hechiceras suspendieron su festín y todas enrumbaron las escobas a sus cuevas y camposantos.
Segismundo tembló como hoja al viento, cuando vio a una de ellas dirigir el vuelo hacia él, entonces el destello de un relámpago le dejo ver claramente el rostro de la dueña de los encajes que el apretaba en las manos, Filomena paso tan cerca, que alcanzó a percibir claramente su olor, entre fétido y azufre, estaba seguro que ella lo había visto y por eso a partir de entonces cargo agua bendita para quemarla viva, porque en su corazón ya había muerto.
Entre tanto Cuncia siguió llorando a su nieta y vendiendo chirrinche rendido con lágrimas.
*Por: Fabio José Saavedra Corredor