Esa tarde Margarita volvió a sentir esa extraña sensación, como si su espíritu fuera invadido nuevamente por una rara desazón, la que se apoderaba de su conciencia, impulsándola a orientar sus pasos por los senderos que se agarraban a las colinas, como si fueran lazos que unieran la región, viejos caminos, hijos del tiempo, hechos con los pasos del día a día de sus antepasados, persiguiendo la vida por esos hermosos parajes de ensueño.
Siempre sucedía lo mismo en los días de lluvia, especialmente cuando se acordaba de su Nona, entonces algo inexplicable atizaba un fuego interior y hacia bullir sus pensamientos.
Esa tarde permanecía recostada en la hamaca, disfrutaba la fresca sombra del mango, y el suave vaivén con que la impulsaba el viento, en esos momentos previos al sueño, en el aire se respiraba la humedad que trae la brisa en el invierno, acompañada de los gorjeos inquietos de las aves, mientras estás aleteaban en los nidos, acomodando las alas para proteger a sus inquietas crías.
Margarita percibió entre sueños las primeras gotas, las cuales la sacaron de la agradable siesta, en ese instante percibió en la brisa, la voz de la abuela mientras decía, “mi niña, no busques lejos lo que tienes cerca”, entonces, como si una mano invisible la guiara, recogió la hamaca y a pesar del trueno, la lluvia y el viento, se perdió por entre la cortina de agua, que ya empezaba a convertirse en aguacero.
Cuando saltó el primer arroyo, ya iba con las ropas pegadas al cuerpo, las gotas golpeaban su rostro iluminado por los relámpagos, seguidos de atronadores truenos, pero la mujer avanzaba decidida por la pendiente, ascendía descalza, sintiendo la caricia del agua en los pies, la lluvia aclaraba su mente, así ascendió la primera colina sin mayores esfuerzos, intempestivamente la lluvia, así como había llegado, así se fue, orientando sus pasos de naciente tormenta por el horizonte de las extensas montañas de Luriza.
La silueta femenina se recortaba en lo alto del cerro, sobre el azul del cielo que empezaba a despejarse, ella miraba extasiada la casa paterna y la vieja vivienda del poeta Julio Flórez; vio sorprendida cuando sobre las dos colinas empezó a dibujarse el más bello arco iris, apuntalado sobre cada cerro, como enmarcando el paisaje, fresco como la lluvia que acababa de pasar rumbo al río de la Magdalena; volvió a percibir la voz de la brisa, tierna como las caricias de la madre, entendiendo el mensaje enmarcado en el más colorido de los arco iris.
Despacio inició el descenso, deleitándose con las iguanas que se secaban sobre los árboles y las lagartijas sobre las piedras a orilla del camino.
Mientras descendía asegurando los pasos en el suelo arcilloso, por el que todavía corrían pequeños hilos de agua, el aguacero había lavado las hojas de los árboles, se veían frescas y brillantes con el reflejo del sol del atardecer, a media pendiente se detuvo a observar la imponencia del arco iris.
Entonces volvió a sentir esa extraña sensación, como si alguien se apoltronara en su voluntad y guiara sus pensamientos, recordó que algunas veces, cuando entraba en ese raro trance, había intentado luchar contra el invasor, sin alcanzar el éxito, esas luchas infructuosas la llevaban a un total agotamiento, quedando extenuada y sudorosa, invadida de un extraño sopor, del que, solo se recuperaba con la ternura de su madre y una agüita de caña con albahaca.
En ese momento quiso detenerse en el descenso y ya no pudo, como si sus pies tuvieran alas, de manera que llegó en volandas al valle, deteniéndose en el camino que separaba y unía las dos viejas casas, la paterna y la del poeta Flórez.
Cosa extraña, miro al cielo y estaba exactamente debajo del arco iris más fantástico que había visto en su vida, entonces sintió temor, cuando oyó esa extraña voz en su interior, que imperiosa le ordenaba trasponer el enorme arco, que si así lo hacía, su misión en la vida, a partir de ese día, sería recuperar la obra y el desvencijado rancho del poeta, que ya amenazaba ruina.
Cosa difícil si no imposible, a la que no pudo negarse y desde que traspasó el enorme arco, el cuerpo de la joven mujer se cubrió de un misterioso resplandor, que sólo era visible para los amantes de los versos, sólo el día vigésimo tercero de todos los mayos y el séptimo día de todos los febreros, en el filo de la media noche, los profanos de las letras y los versos pueden ver ese extraño resplandor saliendo del cuerpo y el espíritu consagrado a la vida y obra del poeta que le cantó a la naturaleza y a los sentimientos.
Fabio José Saavedra Corredor