El intenso fuego de la vida se reflejó en el amanecer, cuando el horizonte sobre los cerros de Pirgua se fue pintando de colores incandescentes, mientras que los vientos cálidos que subían por el Cañón del Río Lengupá, se iban llevando las escasas nubes, dejando desnudo el hermoso cielo azul.
Entre tanto, los rayos del sol se extendían sobre los verdes pastizales del valle de Hunzahúa y sobre los tejados coloniales de Tunja, adornados por humaredas, expelidas por buitrones de viejas estufas de leña. A esa hora las campanas tañían alegres, colgadas en las espadañas de las innumerables iglesias, invitando a la cada vez más escasa feligresía a la misa.
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Por las pendientes calles empedradas del pueblo, se veían caminar apresuradas algunas mujeres, mientras se arreglaban el rebozo o espantaban con los flecos de los pañolones a uno que otro perro callejero, que amenazantes les gruñían a su paso.
Algunas damas oprimían con una mano el libro de oraciones contra su pecho, como si con él, se protegieran de toda acechanza del demonio, otras parecían arrastrar en volandas al pequeño hijo desobediente, que refunfuñando protestaba por haberlo sacado tan temprano de las cobijas.
Lorenzo, el poeta tenía por costumbre disfrutar los amaneceres indiscriminadamente, no importaba si era verano o invierno, para él la naturaleza en cualquiera de sus expresiones, era fuente de inspiración para sus versos.
Ese día, el amanecer lo sorprendió sentado en la terraza de su casa, con los primeros cantos de los gallos, hora en que cerraban la última chichería, y los borrachitos seguían brindando con voces destempladas, por la despampanante cantinera que a empujones los arrojaba a la calle, antes que la luz del nuevo día y los gendarmes la sorprendieran con la chichería abierta.
Lorenzo no se perdía detalle, desde su atalaya sonreía enigmático, recordando sus buenas épocas, cuando ayudaba a la mamá de la joven cantinera a echar borrachitos a la calle, para quedarse bebiendo en sus brazos los elixires de la juventud, después de cerrar el pesado portón de roble.
Desde la terraza vio pasar apresuradas a las beatas y oyó las campanas tañer sin descanso. Entonces dejó que su imaginación volará con los vientos de Lengupá, pensó que la vida era una sola, ayer, hoy y mañana, el mismo pueblo, las mismas calles, los mismos tañidos, con las mismas misas, solo cambiaban de madres a hijas con las mismas sonrisas y las mismas mañas, los mismos vicios, y nuevamente dejó volar sus recuerdos…
Las mismas infidelidades, las mismas ansias de lo ajeno, entre deseos non santos y noches lujuriosas, desde las Hinojosa hasta los moteles baratos y la célebre asonada al alcalde, de las 80 monas del Cojo Jaramillo.
Así, mientras veía morir la noche en brazos del nuevo día, el octogenario poeta escudriñó los rincones de su memoria y recordó su niñez en la época del ojo de gallo, vendiendo papas fritas y bolas cristalizadas en las soleadas tardes de fútbol en la universidad, o el amanecedero de San Francisco, en la tienda de la fundillona, comiendo tiras de bofe como único manjar, recordó también la infaltable cita dominical en la esquina de los afiches, a cambiar los cuentos de cuanto héroe alimentaba las fantasías juveniles de los jóvenes de la época, Buck Rogers, Superman, el Llanero Solitario, Tarzán, el Santo, el Enmascarado de Plata y muchos más, para luego correr al Quiminza al matinal de las 11.
Así, los años no se sentían pasar, las primeras ilusiones con los primeros amores, las primeras cervezas en el Champion, en el Vesubio o el café Pilsen, y la noche ansiada en los rieles no se hizo esperar.
Ahí sentado en la terraza volvió a saborear la primera carambola en el escondido billar de Doña Helenita (q.e.p.d), pobrecita con ese trágico final, y los paseos a la cascada, escapándose de los enormes perros de los Jiménez, dueños de uno de los latifundios más grandes de la región, sobrevivientes en la historia Tunjana, a los que le dolía un camino ancestral que cruzaba sus tierras y mezquinaban el paso a los lugareños, para poder acceder al mítico pozo de la cascada, un baño con aguas cristalinas y frías como la conciencia de sus dueños, para luego correr desbocados para calentar los cuerpos, por un prado que bordeada la quebrada, ¡ah épocas! con los paseos a San Ricardo y pozo Nutria con la infaltable saltada de tapias para colarse a la piscina de los Salesianos o los curas del seminario.
Para el poeta eran recuerdos que habían marcado una épica época, con los Aguinaldos Boyacenses, la caseta Matecaña, los Graduados, los 8 de Colombia o los Corraleros, ¡que bárbaros!
Recuerdos interminables, cuando trajeron los cuadriláteros de lucha libre y vino el Tigre Colombiano, el primer campeón mundial de lucha libre del país, esa cancha de la policía, sede de los campeonatos de baloncesto Inter colegiados, con las infaltables peleas de barras, a esos berracos del Santo Domingo sí les gustaba la bronca, nunca supieron perder, el poeta se vio con su pie lastimado, cuando lo entregó en las mágicas manos del chueco Murillo, el sobandero celestial, al que acudían hasta los ortopedistas de la época.
Así seguía Lorenzo recordando a esa Tunja encantadora, que se iba diluyendo en medio del tiempo y la nostalgia, donde saboreaba uno que otro episodio amoroso adolescente, las chinas del Glorioso Boyacá, el Rosario, la Normal y la Presentación, con sus desfiles de internas a la misa del domingo y los coros de suspiros acompañados de tiernas miradas. Eran cosas bellas y delicadas que desaparecieron con la liberación femenina.
El escritor detuvo sus divagaciones abrazado al ayer de sus años juveniles, mirando el horizonte de un mañana incierto