
En el Valle de las Leyendas, todas las madrugadas de las noches de verano, descendía lentamente una densa neblina desde el páramo, como si un gigantesco fantasma extendiera su manto, sobre el valle y los tejados coloniales del poblado, las calles empedradas y las viejas casonas parecían perderse entre el abrazo de la niebla, en tanto a esa hora de penumbra en la calle de la lujuria, por las puertas abiertas de las tabernas se escapaban las luces amarillentas de las farolas de petróleo, por estas también salían los borrachitos empedernidos, que dando tumbos intentaban orientar sus torpes pasos por el camino de sus ranchos.
A esa hora el canto de los gallos saludaba a la alborada, animando a las cocineras a iniciar el día, mientras los cálidos rayos del sol, parecían divertirse jugando con la neblina, que perezosa se dejaba llevar por la brisa camino a las montañas.
Por aquellas insólitas calendas, en esta encantadora tierra de promisión, empezaron a presentarse inexplicables fenómenos para los hombres de ciencia, como aquella tarde cuando en pleno verano, apareció por el horizonte un rayo horizontal, que luego vino a caer en sentido vertical, justamente cuando pasaba por encima del cementerio del pueblo.
Otra tarde se desató una ventisca, que incontenible corrió por entre las copas de los árboles, silbando unas raras tonadas, parecidas a las voces de las aves, el caso era que adormecían a todo ser viviente, haciendo que todos caminaran despacio, como en un mundo de sonámbulos, incluso ese día, las gallinas dejaron de correr, acurrucándose con insinuante aleteo, cuando el coqueto gallo les dirigía la mirada. Cada día traía asombrosas situaciones, que fascinaban a propios y extraños.
Según cuenta la historia transmitida por el voz a voz de los arrieros, cuando después de las extenuantes jornadas, se dedicaban a departir y contar leyendas que habían oído de boca de los abuelos, estas tertulias memorables se sucedían alrededor del calor de la hornilla en el trapiche, a la que permanentemente le atizaban bagazo de caña con una larga horquilla de champo, para evitar que el fuego perdiera fuerza, mientras la cocinera repartía tragos de chirrinche de un calabazo, en unas totumas brillantes por el uso.
Las historias y ocurrencias se desgranaban de los tustes calenturientos por el licor, como gotas de lluvia en invierno, así transcurría la velada hasta pasada la media noche, cuando la áspera voz del capataz, gritaba desde la ventana del altillo, «a dormir guarnetos, que mañana no arriscan con el zurrón», entonces a la cocinera le valían paticas y jondiando naguas, se perdía en medio de la noche por el sendero del cañadulzal rumbo al rancho, los arrieros se perdían entre la platanera, para luego regresar a tirarse a roncar en las hamacas.
Igualitico a los arrieros contaban los abuelos, que hacía siglos, desde antes que llegarán los invasores, el valle se extendía entre las cadenas montañosas, siempre cubierto por bosques de chagualo, champo, guayabo, arrayán y guamos que se desgajaban en época de cosecha, además por encima sobresalían florecidos con los colores del trópico, los frondosos cámbulos y gualandayes, por debajo de los árboles se extendían interminables tapetes de abullonados musgos, sobre los que corrían conejos, guaguas, armadillos y venados, algunas veces perseguidos por el hambre de los felinos.
Los viejos contaban que desde siempre el valle lo regaba el río Peralonso, alimentado por quebradas que bajaban cantarinas de la cordillera, con el tiempo, en la orilla del río había crecido el pueblo de Santiago, acompañado de fantasmas e historias misteriosas tejidas por los ancianos y contadas a los nietos.
Las calles empedradas del pueblo, habían sido construidas con el trabajo y regadas con sudor y sangre de los nativos de la región, había sido tanto el sufrimiento y secretos, que todavía salían de las gruesas paredes de tapia pisada de las viviendas, monjes sin cabeza o lloronas peregrinando eternamente, subiendo por la corriente del Peralonso, entre lamentos y sollozos buscando los huesos del hijo ahogado.
En este mismo pueblo encontramos la casona más antigua con su propia historia, dicen los abuelos más abuelos, que esa historia la conocieron de boca de sus antepasados, entre esas paredes había vivido una mujer llamada Luz Eterna, que nunca conoció vejez ni arruga, ni mucho menos varón, que el hermoso color de sus ojos dependía del temperamento, incluso a veces eran de dos colores, con un brillo como el de las brasas o los diamantes, contaban cómo en las noches, especialmente en la madrugada, por debajo de la puerta de su alcoba, salía una luz con los colores del arco iris, y hasta allí se colaban y arrastraban los enfermos, para ser tocados por el brillo iridiscente de sus ojos, con el que muchos se curaban, algunos tiraban las muletas, otros recuperaban la visión, los impotentes engendraron gemelos, era una luz tan milagrosa que salvaba matrimonios y hasta curaba el mal genio.
Los ancianos contaban, que en ese pueblo habían sucedido cosas tan extrañas, que a los niños no los traía la cigüeña, sino una enorme guacamaya, que la primera niña que habían traído, era Luz Eterna, mujer sin tiempo, su poder era tan grande, que una noche se lo había traspasado al enorme mango, el que había crecido en el patio de la casona, que ella se le entregó en cuerpo y alma, por eso nadie volvió a saber de Luz Eterna y el mango nunca dejó de dar cosecha hasta nuestros días. Hoy el que coma sus frutos, cura todos sus males, dicen que su fama traspaso fronteras, por eso tanta gente visita Santiago y todos quieren comer algo de este asombroso árbol, así sean las pepas o las cortezas.
*Por: Fabio José Saavedra Corredor