
Resulta políticamente correcto afirmar que la felicidad es uno de los objetivos de la humanidad. Existen muchos ejemplos, como el caso de Bután, un pequeño país entre la China y la India, donde se han propuesto la felicidad como una política pública, inspirando incluso a la ONU para proponer este modelo como un referente para que las naciones incorporen el concepto de felicidad con el de progreso.
También está la psicología positiva, que promueve, no solamente la ausencia de enfermedades (psicopatologías), sino la presencia (positividad) de factores que permitan la plenitud, la realización y la experimentación de emociones favorables.
Desde Aristóteles, con el concepto griego eudaimonia, se proponía la felicidad como el florecimiento de la humanidad, lo que podría traducirse también en términos de bienestar, finalidad o prosperidad.
A pesar de estas ideas aparentemente irrefutables, existen personas que afirman que los pesimistas son mejores juzgando la realidad; lo que tiene mucho sentido si dimensionamos la inequidad que existe en nuestro planeta, y en nuestro país, por supuesto; por otra parte, no siempre ser realista implica ser pesimista.
También hay críticas directas a la psicología positiva, como la que hace Barbara Ehrenreich en su libro “Sonríe o muere: La trampa del pensamiento positivo”, en el cual plantea que más que emociones positivas lo que se juega es una cuestión política.
De esta manera, en el contexto de las crisis económicas en el marco de la globalización y el capitalismo financiero de las décadas de 1980 y 1990, la felicidad y la “obligatoriedad” de sonreír a pesar del desempleo implica una suerte de conformidad con el sistema y un ajuste “forzoso”.
Pero no solamente el capitalismo “impone” la felicidad como un discurso políticamente correcto, Ehrenreich también señala cómo en la gestión cultural en los países comunistas en el siglo XX se promovía la idea de ciudadanos (trabajadores) felices, digamos “conformes” con el sistema.
Sería absurdo proponer que la felicidad no es algo importante o que debería ser políticamente incorrecto, pero es válido pensar y discutir la felicidad en términos públicos o colectivos; para algunos intelectuales como Hanna Arendt pasó de ser una cuestión pública a una privada entre el siglo XVIII y el XIX en el marco de las guerras de independencia.
También es importante entender que en la obligatoriedad de asumir un estilo de vida particular se juega la imposición política de formas de pensar. Es posible que la respuesta la tenga el gran poeta Fernando Pessoa, cuando afirmaba en su libro “El guardador de rebaños” que: “lo que sí hace falta es ser natural y sereno / en la felicidad o en la infelicidad”.