El abuelo lago (III) – Playa Blanca, convertida en baratija -Felipe Andrés Velasco Sáenz #ColumnistaInvitado

Pudo ser grandiosa, fuente de admiración y orgullo, un destino de calidad para visitantes y locales. Pero no. Esa grandeza no es más que ilusión perdida. Playa Blanca terminó siendo una sopa inapetente, un caldo aguado sin gracia. No la playa (vista sola, como el único bocado gustoso del plato, que por fortuna se salvó de las volquetadas de arena arcillosa que la endurecieron hace unos años), sino el conjunto con su entorno, como en realidad debe apreciarse y sentirse. Y es muy tarde. Ya esa sopa está servida.

Y claro, como en todo, esa opción del menú les gustará a muchos. Es respetable. Pero algo es evidente, en términos de turismo: las baratijas ahuyentan al viajero culto que podía imaginar un lago de Tota como ejemplar destino de naturaleza y sostenibilidad, un lugar de aprecio y respeto por el territorio (natura y cultura), una puesta en escena y valor de sus mayores atributos, una carta de opciones armónicas a sus virtudes (ancestralidad, educación ambiental, deportes náuticos no-motorizados, biodiversidad, observación de aves, cultura de humedales, ciencia – por citar algunas).

Un solo viajero de aquellos (hipotético, porque ya no será), que bien pudimos tener, estaría dispuesto a pagar lo correcto por la oferta que busca. Y ese solo pago, equivaldría al de treinta o cincuenta comensales que se sientan a la mesa para experimentar chichoneras y trancones. Pero ya es tarde. La sopa está servida.

En 2017 el lago de Tota fue Destino Verde (Top 100 global, y poco después Top 3 en las Américas) por la suerte de coincidencias del momento que permitieron calificar muy bien sus esfuerzos hacia la sostenibilidad y su proyección hacia un destino de calidad nacional y continental, armónico, virtuoso. Fue un hito. Prometía recibir un sello de sostenibilidad nacional y en ello se trabajó (fallidamente, eso sí). 

Playa Blanca, como niña bonita y pese a estar desaliñada por cuenta de un mal-llamado Plan de Ordenamiento Ecoturístico que basó su futuro en la opinión del turismo barato, estaba en una balanza que admitía esperanza de ajustes en su planeamiento, para corregir su camino. Lamentablemente, en ese momento clave, donde todo estaba servido para escoger bien, se eligió mal. Edificaciones absurdas y daños ecológicos diversos. Proliferación de la informalidad por toda la cuenca. Un despertar afanoso por más cucharas a la sopa.

Ya el abuelo lago no es destino verde. Los esfuerzos sostenibles son aislados, muy pocos, sueltos y desarticulados. Los méritos que tuvo para orientarse hacia la sostenibilidad se debilitaron. El balance de hoy es negativo y empeora. Fue una ilusión fugaz, mal entendida, muy mal apreciada. Playa Blanca contribuyó mucho en esto. El sueño verde regresó al gris.

El daño causado a Playa Blanca (reitero, me refiero al conjunto del predio con su entorno), es grave. El desorden y la estridencia en que se convirtieron, particularmente acelerados en el último lustro, serán muy costosos de revertir, si acaso algún día se opta por detener su declive para corregirlo. Su metamorfosis ha sido desagradable, chocante. Y en ese berenjenal hemos sido todos partícipes, los unos por acción (abrupta o leve), los otros por omisión o apatía, en igual grado. La culpa es compartida, aunque mayormente la tienen las autoridades, cuya prioridad es cuidar el bien común. La protección del patrimonio cultural y natural es deber solidario entre la Nación y las personas – así es, también las personas.

Y como buen ejemplo de la ley de Murphy, cuando reabran el predio público donde reposa la playa central y que está confiado a Corpoboyacá, será peor. Puerta abierta al turismo masivo. Seremos testigos de pelos en esa sopa.

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