¿Más partidos políticos que departamentos? – José Ricardo Bautista Pamplona #Columnista7días

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La democracia es definida como una manera de gobierno del estado, donde el poder es ejercido por el pueblo mediante mecanismos legítimos de participación en la toma de decisiones. 

En su origen etimológico la palabra proviene del griego antiguo (δημοκρατία), con dos términos: (démos), que significa «pueblo» y (krátos), que significa «poder». La democracia es entonces, el gobierno del pueblo. 

Muy afín y extensivo a las comunidades o grupos organizados, donde supuestamente todos los individuos tienen el derecho de participar en la toma de decisiones con igualdad ante la ley, la democracia se convierte en herramienta muchas veces manoseada para hacer valer los derechos de unos y otros y lo más importante, tener voz con la representación de los llamados “padres de la patria” en las estancias legislativas. 

Basados en estos preceptos, se ha venido creando a través del tiempo los partidos políticos o colectividades, con el objetivo de promover la participación del pueblo en la vida democrática, siendo el Conservador y el Liberal los pioneros en sembrar sus raíces, en momentos en que brotaron las posturas ideológicas que luego los caracterizarían.

El partido liberal nació en el año 1848 con José Ezequiel Rojas, al año siguiente llegó el partido Conservador promovido por José Eusebio Caro y Mariano Ospina Rodríguez y desde ese momento la memoria política de la nación registró el enfrentamiento de los dos, provocando sangrientos instantes hasta que avanzado el siglo XX hicieron su aparición otros movimientos oficiales.

Surge entonces la Unión Republicana, la Unión Nacional de Izquierda Revolucionaria fundado en los años 30 por el caudillo Jorge Eliecer Gaitán, la Alianza Popular Nacional, ANAPO con el general Rojas Pinilla, el Partido Comunista de Colombia, el Movimiento Unitario Meta Político de Regina Once, el Movimiento de Salvación Nacional de Álvaro Gómez Hurtado, la Nueva Fuerza Democrática instituida por Andrés Pastrana, la Alianza Democrática M-19 y de ahí a hoy la lista ha ido creciendo de manera exponencial e indiscriminada. 

La ley 130 de 1994 les otorgó el derecho y las facultades a todos los nacionales de construir partidos políticos para que a través de estas colectividades puedan expresar libremente sus ideas, razón por la que del bipartido Colombia, pasó a tener más toldas que departamentos, llegando hoy a 33, por cuanto el Concejo Nacional Electoral concedió hace apenas unos días la personería jurídica a la senadora Clara López con “Somos Colombia” y al ex candidato presidencial Federico Gutiérrez con “Creemos”, aumentando de esta manera la paleta de colores que, por su variedad de gamas, ha superado hasta la inmensidad el mismo arcoíris. 

Cuando se llega a los tronos de la potestad la cabeza se acalora y el ego se agiganta, tanto que no cabe en el cuerpo de los ayer humildes y luego de elegidos fuertes e impetuosos, por eso los transitorios monarcas quieren pasar a la historia y esculpir con frases talladas en piedra sus nombres hasta en las nubes del firmamento.

Por supuesto que la creación de nuevos partidos políticos avalados por el Consejo Electoral, sin mayores reparos, son los nichos en los que los nuevos líderes quieren albergar sus propuestas y supremacía, porque saben que al cabo de cuatro o menos años, sus apelativos pasarán a formar parte de la lista anónima, y más, si sus ejecutorias no fueron refrendadas por el pueblo. 

Es ahí cuando aparecen partidos como el que ha propuesto recientemente el hoy presidente del senado, Roy Barreras, con el nombre de «La fuerza de la paz» y “…aunque lo niegues…” como dice el pasillo de José Alejandro Morales, seguramente esa será la plataforma para su aspiración a la presidencia de la república.

Lo curioso del asunto es que ante el Consejo Electoral se radican sendas de páginas en documentos ladrillo donde se expone con fluido y elocuente lenguaje la misión, visión, objetivos estratégicos y en general, los argumentos que supuestamente motivan la creación de los contenidos de los nuevos partidos políticos, que una vez aprobados pasan a formar parte de la letra menuda, aquella que nadie lee y mucho menos sus autores. 


Atrás quedan las intenciones románticas de los representantes agrupados en esas toldas, redactadas en los textos y mamotretos de fundamentación ideológica, porque ya con la credencial en mano, todos salen en una especie de cacería de brujas a conseguir adeptos con el único afán de sumar y sumar ya que esas cuentas son las que finalmente se reflejan en los escrutinios. 

Una vez fortalecidas las estructuras de los caudales electorales, inician las negociaciones para ubicar sus fichas en los altos cargos del gobierno y desde allí seguir extendiendo los tentáculos para coronar el anhelo de expansión y crecimiento del naciente partido político, con el que puedan además perpetuarse en el dominio y mantenerse por décadas como ha sucedido con varios de los congresistas, convertidos en una especie de “plaqueta con código de barras” del congreso y actores mudos del paisaje.

Pero los bríos con los que nacen los partidos cuando se está en el “curubito” del imperio se van diezmando a medida que pasa el tiempo y terminan los periodos de gobierno, y entonces los fuertes colores de las banderas políticas se desvanecen y palidecen, tanto que ya ni se ven en medio de la florida postal de la democracia colombiana, porque muchos de esos emblemáticos gallardetes quedan en el olvido, como sucede con las vallas ubicadas en las vías por los candidatos que han muerto en el intento. 

El analista Ángel Bartolomé Gómez Puerto hizo una exposición muy asertiva y oportuna en un ensayo que denominó “Los partidos políticos en la Constitución: las entrañas de la democracia” y que puede aplicar a cualquier país con los respectivos ajustes según el diseño de gobernanza de cada pueblo. 

En este escrito se abordan temas como la implementación de un sistema obligatorio de elecciones primarias para la designación de las candidaturas electorales, dado que los partidos políticos no son una mera asociación privada para participar en política, por sus relevantes funciones que les otorga la Constitución en la dirección política el Estado. 

Reformar los contenidos constitucionales para que la promesa electoral de los partidos políticos tenga un cierto carácter efectivo, al menos en relación con una rendición de cuentas ante la ciudadanía, o penalización para los movimientos que incumplan sin justificación. 

Establecer en el procedimiento de la reforma constitucional algún mecanismo de iniciativa en manos de la propia ciudadanía, al margen de los partidos políticos, fomentando espacios de deliberación ciudadana para la reforma y adaptación del texto.

Hacer obligatorio el referéndum y no consultivo en determinadas materias que tengan especial incidencia en las condiciones de vida de la población, especialmente las que posean especial vinculación con los contenidos del estado social, estableciendo unos mínimos de participación y de votos a favor para que una determinada consulta se considere vinculante. 

Según éstas y otras reflexiones dependerá de las iniciativas ciudadanas autónomas al margen de las estructuras partidarias, que a lo largo y ancho de esta década puedan surgir nuevas formas de participar en la vida política con el objetivo de ensanchar las democracias y hacerlas realmente representativas, tendiendo al objetivo de participación directa como verdadera esencia del cambio.

De ser así, debemos capacitar permanentemente a las comunidades para que no sean engañadas por esas “aves de corto vuelo” enmarañadas en algunos partidos, que nacen como los amores en la plenitud de las calenturas y marchitan tan rápido como la piel en el ocaso de su esplendor. 

Que hoy tengamos más partidos y movimientos políticos que departamentos, no es a mi manera de ver el resultado de una verdadera democracia, sino la más peligrosa improvisación protagonizada por los nuevos cabecillas que han encontrado en la creación de estas colectividades, la manera expedita de permear el poder para introducir en él sus tibias y camaleónicas ideologías, acomodadas en el tablero según las estrategias que más convenga en esos efímeros momentos de altivez y supremacía.

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