La Española y el Muisca – Fabio José Saavedra Corredor #Columnista7días

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Incursionar en las páginas de la nueva obra de la escritora Mariela Vargas Osorno, «LA ESPAÑOLA Y EL MUISCA», nos brinda la oportunidad de correr el velo, que el atropello de los invasores tendió sobre la cultura nativa, es iniciar un mágico y esclarecedor viaje, al que nos invita la autora, soportado en juiciosas investigaciones y la constancia propia del que ama con responsabilidad la literatura, como un medio para que se develen realidades escondidas por el poder en la bruma del tiempo y las vaguedades de la historia.

«Paisaje Cultural» abre hoy su espacio para invitar a la notable escritora boyacense , a presentar un capítulode su novela.

Capítulo 6
Cuarta prueba. ¿Morirán los dioses?
Veía con claridad que la crueldad solo asfixia a quien la ejerce. Entonces quise invocar a Chiminigagua, la Luz de la Luz. Pero la luz se estaba quebrando ante mí. Se estaba desintegrando. Me asaltó el temor de que dejara de existir.
Vi el río, que ya era tanto el de la vida como el de la muerte, teñirse de tantos colores como había en mi cuarto traje. Vi que traía y llevaba gente de todos los tonos de piel y que todos se trataban como iguales.
Comprendí que estaba viajando hacia la edad del futuro de la tierra de en medio. Hacia el porvenir, hacia Fasinga, la novena edad. En ella todos hablaban una misma lengua, cantaban una misma canción. No tenían reyes, ni los míos, ni los extraños. Obedecían un poder que vivía en ellos mismos. Como si los dioses se hubieran ido del todo. Sentí hielo en el corazón, quería llorar con un llanto más grande que el río, que todos los mares.
Y entonces los vi, iluminando mis lágrimas. Escuché el arcoíris de sus voces. No se habían perdido. Eran tan fuertes como el aire mismo, que parece que cediera ante el que se acerca y no cede nunca. Agua, sol, luna, tierra.
Cuando iba a los mercados, siempre compraba a nuestros aliados, los tayronas, caracoles de mar, y cuando volvía con ellos, recordaba lo que decía Suamox: “Hablaremos con los dioses y los convenceremos de mantener el equilibrio de nuestro pueblo, los convenceremos de que nos dejen compartir su mundo”.
Sentí que mi espíritu ahora no viajaba en el tiempo, sino entre distancias. Fiba, fuerte como nunca, me arrastraba. A veces iba más rápido, a veces volaba. Fiba era el viento mismo, el dios del aire y el viento, y yo danzaba con él.
Era un dios amable. Nunca había sentido su furia, tampoco su prisa. Todo lo contrario. Lo que recordaba de él era la caricia en mi frente cada vez que bajaba por las colinas de Monguí. Y cuando me sumergía en la laguna oscura, allá muy en lo alto donde los frailejones recogían agua de las manos de Hicha, la diosa de la neblina, él llegaba. Sentí que las gotas se pegaban a mi cuerpo como entonces. Se alargaban en hilos brillantes.
Volamos por encima de arroyos que se besaban, se unían, que iban formando grandes ríos. Seguimos el curso de sus vidas. Llegamos a Yuma, el río del país amigo y de las montañas. Llegamos a donde cambiaba de nombre, y era el Guacahayo, el “río de las tumbas”, el que llevaba los muertos hasta el mar.
En el mar hallé algo que seguía viviendo porque era eterno: una gran caracola. La puse en mi oído y oí las olas que iban y venían, un murmullo peregrino que venía de las orillas de la eternidad.
Antes había usado este regalo del mar para llamar a la guerra. Ahora me servía para encontrar los ecos de mi propio corazón repetidos hasta el final de todas las montañas. Oí la voz del Suamox, la de Tundama, la de todos los príncipes, un eco más poderoso que el rugido de las olas. Escuché la voz de mi pueblo. Oí música, la música que llamaba a las fiestas cuando la cosecha de alegría era inmensa. Me llamaron voces grandes y pequeñas, infinitas, imposibles de contar como las estrellas o las gotas de lluvia, y todos sus cantares eran diferentes y hermosos.

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