El reloj de la torre marcó las cinco campanadas anunciando la cercanía de la noche. Mientras tanto la abuela Blasina luchaba por rescatar el último pedazo de queso del fondo del pocillo, luego lo llevó a la boca, para apurarlo con el último sorbo de cacao, emitiendo con los labios y la lengua, un chasquido de satisfacción característico en ella, después de mirar con detenimiento los restos de la bebida en el fondo del pocillo, con sumo cuidado procedió a voltearlo sobre el plato y levantando los ojos se quedó mirando con la ternura de un atardecer veraniego a su nieta, que también acababa de voltear su pocillo, de la misma manera que lo hiciera la Nona, la hermosa adolescente creía en todo los presagios que la abuela veía, en las caprichosas figuras dibujadas en las paredes del pocillo por los residuos de chocolate, según ella, lo había aprendido de una vieja gitana en una de las ferias del pueblo.
Para Blasina, la vida se le había convertido solo en rutinas, a tal punto que todos en la familia sabían la hora del día según la rutina de la abuelita. La hora del cacao de la Nona era a las cinco de la tarde, acompañado con queso y almojábanas amasadas en casa y asadas en horno de leña.
Ese día, el sol entraba por el enorme ventanal, desbordando sus rayos sobre el cuerpo de la anciana, con ese mágico color entre dorado y rojizo propio de la despedida del ocaso, al que los nativos de la región llamaban el «sol de los venados».
En tanto la soñadora adolescente seguía atenta, sin perder detalle de la lectura, que el ojo de la aprendiz de gitana hacía de las diversas figuras del chocolate, pero de pronto, intempestivamente, la octogenaria anciana se levantó de la mesa y se dirigió al amplio corredor de la casa, allí se quedó con la mirada perdida en el horizonte de la sierra, parecía preocupada, cuando vio corriendo desaforadas a las gallinas, rumbo al cerezo que tenían como gallinero, todas querían subir por la vara al mismo tiempo, en ese momento se sintió correr un viento helado que bajaba de los cerros, mientras el manto oscuro de una nube negra corría presuroso su sombra sobre el cielo, esa tarde misteriosa las aves silenciaron los cantos y trinos con los que acostumbraban a despedir el día y la tibieza del atardecer se la llevó el viento helado.
En tanto, el rostro de Blasina lucía cada vez más preocupado, cuando vio a los perros entrar al corredor de la casa. Iban con la cola entre las piernas, las orejas paradas e inquietas, metiéndose luego, sin detenerse, al cuarto de San Alejo, debajo de la escalera. Ella parecía olfatear el aire, mientras la penumbra de la noche empezaba a desdibujar la silueta de las cosas.
En ese momento, la encargada de la cocina le trajo un agua de toronjil y hierbabuena para calmar los nervios y tranquilizar los ánimos, le contó que extrañamente las llamas del fogón de leña, no dejaban de bramar, como si anunciarán una tragedia, la noche se volvía aún más misteriosa, los perros del vecindario aullaban sin parar y los de la casa salieron corriendo del cuarto de San Alejo, hasta detener su carrera en lo alto de la colina más cercana y allí se sentaron a responder con unos aullidos que hacían erizar la piel.
Cuando estos hechos sucedían, rompiendo la normalidad de la vida diaria, afloraba en la abuela una rara aureola, su mirada se iluminaba y parecía levitar por donde fuera. Esa noche se paró en el balcón de su alcoba y se dedicó a ver las tinieblas y a oír los aullidos de los perros, que parecían rodar incontenibles por entre las cañadas y cerros de las montañas.
En tanto la nieta sentada en un rincón de su alcoba, se atrevió a preguntarle ¿qué estaba sucediendo? Después de un largo silencio la anciana habló sin retirar la mirada de la profundidad de las tinieblas: “hija, la naturaleza habla a través de sus criaturas. Está noche ella va a manifestarse de alguna forma, nadie lo sabe, pero los seres que no hemos perdido comunicación con ella, sentimos su dolor por tanto atropello que la humanidad le ha causado al planeta”. Y le dijo, que por eso los animales aullaban y corrían como locos, las llamas bramaban en el fogón y la noche se hacía más oscura, que todas las criaturas sentían el dolor de la tierra, mientras que la humanidad en su deseo de tener comodidades, se alejaba cada vez más de la naturaleza, hasta llegar a perder el don divino de poder hablar con ella, para conocer sus dolores y quejas. Después volvió a su silencio, mientras su preocupación crecía, por no alcanzar a percibir lo que iba a suceder.
A esa hora, los ojos de los búhos parecían estar colgados en medio de la noche, mientras su ulular se hacía más frecuente, el croar de las ranas se repetía incesante en el pozo y el vuelo inquieto de las lechuzas se oía alrededor de la casa, la noche avanzaba como siempre y la abuela seguía en el balcón, acompañada por la fiel nieta.
Pasada la medianoche las voces de los animales se callaron y la oscuridad se cubrió de un pesado silencio, el que sorpresivamente fue roto de nuevo por el croar de las ranas, los perros se oían ladrar desbocados por los caminos, como si quisieran alertar a todos de algo que los humanos no presentían.
La anciana abuela entró al cuarto y abrazando a la nieta, dijo con su voz serena, igual a la brisa en las mañanas – tranquila hija, tranquila, ya viene -, entonces la tierra se sacudió como si protestará, las maderas del techo crujieron y por la puerta abierta se vio un relámpago que rasgo el cielo con un latigazo de fuego, seguido por un ensordecedor trueno que anunciaba el comienzo de la tormenta. Entonces la abuela levantándose invitó a la nieta a la cama mientras su sabiduría hablaba – de este temblor nos salvamos, pero ya vendrán otros peores, si no dejamos de hacer daño al planeta -. A esa hora de la madrugada, solo se oía el adormecedor sonido de la lluvia en los techos de la vieja casona, mientras ellas se perdían en el mundo reparador del sueño.
Fabio José Saavedra Corredor.