Magia Ancestral – Fabio José Saavedra Corredor #Columnista7días

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Ese amanecer, César, ‘El Caminante’, como habían dado en llamarlo los nativos de la Sierra, abrió la ventana del cuarto y asomó la cabeza, oteando a lado y lado el camino de herradura, el que desde tiempos inmemoriales nacía en el litoral y se extendía en la pendiente hasta llegar a la Ciudad Perdida.

El sendero ancestral pasaba por frente a su casa, César vio la incipiente luz del alba anunciando el nuevo día, dejando ver entre la penumbra de la curva del camino, que ya iban apareciendo los primeros parceleros de la montaña, siempre los veía pasar alegres, envueltos en los albores del amanecer, todos acostumbraban a llevar al hombro las herramientas para desbrozar monte o las labores de cultivo, colgaban en la cintura la funda guardando el afilado machete, las fundas parecían cobrar vida al ritmo de los pasos de sus dueños, como si fueran en una alegre danza acompañando el camino al trabajo.

La realidad era que en medio de la montaña, entre la espesura de la maleza, la afilada hoja del machete se convertía en su único seguro de vida, cuando inesperadamente encontraban una serpiente enchipada sobre sí misma, amenazante con su cabeza elevada, dispuesta a defender su territorio de intrusos, entonces, como por arte de magia, aparecía el machete en la mano del colono, y con la destreza adquirida por instinto en el diario sobrevivir, el brazo armado describía la curva letal degollando al animal, antes de que el trabajador se convirtiera en su víctima.

En esos momentos los hábiles macheteros, veían como el cuerpo de la serpiente se contorsionaba agónico bajo la sombra de los árboles, lo mismo que la alucinante fosforescencia de la serie de equis, distribuidas simétricamente por todo el lomo del animal, hasta quedar inmóvil junto a la cabeza degollada, entonces el verdugo cortaba una vara, para levantar con ella el cuerpo exánime y colgarlo en la rama del árbol más próximo, luego ensartaba la peligrosa cabeza dejándola en lo alto de una horqueta, evitando así riesgos innecesarios con los afilados colmillos, que seguían siendo amenazantes, como si quisieran morder la muerte, entonces después del alboroto, la normalidad volvía al trabajo, y casi nunca percibían el momento en que algún ave rapaz, en vuelo rasante se llevaba en sus garras los restos del animal.

César pensaba en las tantas veces que ya había vivido estas experiencias, mientras recordaba su pasado y disponía los pocos elementos que llevaría a su caminata de fin de semana. Él le había huido siempre a la vida de la ciudad, esa selva de cemento más peligrosa que la montaña, en la que una noche de verano, con el cielo palpitante de estrellas, las anónimas balas asesinas se habían llevado a su compañera, mientras le declamaba sus últimos versos:

«Realidades o recuerdos
como días de primavera,
esperando que pase el frío invierno
para construir sueños e ilusiones.
Así se van los días
cargando añoranzas fugitivas,
igual al agua cristalina
entre tus delicados dedos,
llevándose los pétalos de una rosa,
entregados por el viento a las olas»

Habían sido palabras premonitorias, los disparos sonaron quebrando una vida inocente y convirtiéndolo a él en un muerto viviente, desde entonces huyó de todos, incluso de sí mismo, hasta que encontró paz en ese retiro natural y empezó a amar la soledad y la independencia, procurando no supeditarse a nadie, respetaba a sus vecinos y siempre estaba dispuesto a servir sin esperar reconocimiento, amaba la autonomía que lo hacía más digno en su existencia. Así era ‘El Caminante’ solo exigía respeto en su sendero.


Envuelto en sus pensamientos, no se dio cuenta que ya el sol marcaba la media mañana, los parceleros lo saludaron desde el tajo de la montaña y el correspondió su saludo desde la orilla del sendero, pensó que la vida que llevaban ellos los obligaba a convivir con el peligro, una rutina del día a día, en la que detenerse a pensar, podía ser mortal, ahí, irónicamente el instinto natural se imponía, siempre sacrificando vida para continuar la vida.

Desde que decidió buscar la paz de la naturaleza, muchas tardes se había dejado abrazar por la brisa y la lluvia, se había hundido en el pozo cristalino de la quebrada, para él todo esto era un mundo desconocido, incluso la medicina de los ancianos mamos, sorprendente realidad sin clínicas, ni farmacias. 

A esa hora el sol había iniciado su descenso y El Caminante saltaba entre las piedras del rio, tratando de alcanzar la otra orilla donde se abría una playa acogedora, en la cual descansó, después de guindar la hamaca en las ramas de dos trupillos, disfrutó los nísperos y guanábana silvestres y en el remanso del río recogió camarones, luego se dedicó a nadar, probando fuerzas, braceando contra la corriente, el intenso calor del día amainaba y el hombre recogió troncos para hacer una fogata nocturna, que lo protegería de fieras y zancudos, disfrutando el balanceo de la hamaca, se deleitaba con el atardecer, el canto de las aves y los micos tití, que regresaban a casa saltando entre las palmeras, recortando sus siluetas en los colores rojos y anaranjados del ocaso.

Entonces, ‘El Caminante’ recordó las enseñanzas de su Mamo Pedro Jamanoy, el rezandero de la mordedura de culebra y muchos otros rezos. Una tarde le había oído decir, «yo soy más culebra que la culebra», lo habían mordido tantas que ya era inmune a sus mordeduras, tenía tanto veneno en sus venas que no podía tocar a un herido, ni a una mujer en esos días especiales, pues era como si los hubiera mordido una serpiente, cosas extrañas, pero más ciertas que la noche que ya empezaba a extender su manto de tiniebla. El rezandero Jamanoy se había convertido en su gran maestro, hombre sin egoísmos, le entregaba a diario secretos que debía conjurar bajo las noches estrelladas en medio de la soledad y los cantos misteriosos de la selva, esa noche debía cumplir su mandato en ese mágico lugar, acompañado por la melodía del agua, ritual al que se entregó sin ninguna reserva.

Entonces bajo el cielo cubierto de estrellas, la noche cobró vida y el hombre danzó desnudo, abrazado por la plateada luz de la luna, habló con el siseo mágico de las llamas, acompañado por la vida misteriosa de la selva y el río, los infinitos ojos entre las sombras de los árboles, fueron testigos silenciosos de la heredad del conocimiento y la sabiduría, la voz a voz de los siglos, en la magia de las llamas jugando con el mundo de los reflejos, así El Caminante llegó extenuado a la madrugada, con los últimos destellos de los tizones languideciendo y los rayos del sol asomándose en la cresta de la Sierra, así despertó el hombre, nuevo, amante sin reservas de la naturaleza, pleno de poderes en el corazón, caminó desnudo por la selva y sorprendido vio huir a las serpientes a su paso.

Desde entonces, su vida transitó en el sendero del amor y el servicio, tarea difícil en este mundo desagradecido.

*Fabio José Saavedra Corredor,

miembro de la Academia Boyacense de la Lengua.

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