Hace como seis meses me encontré con una amiga que tiene un hijo. Vi en su rostro una angustia desbordada. Cuando uno ve a alguien que sufre por alguna razón, la virtud de la prudencia ha de ser faro para saber tratar la situación. Por un lado, se hace necesario tener la sutileza para acompañar al otro y hacerle sentir que uno está dispuesto a escuchar y a ayudar, por otro lado, necesita ser capaz de discernir si la persona necesita del silencio, o de la compañía. En otras palabras, la prudencia se hace urgente para saber gobernar la no indiferencia.
Ahora bien, como me di cuenta de que mi amiga quería conversar, me dispuse a escucharla. Me contó que su hijo de tan solo diez años le había manifestado que estaba cansado de vivir. A mi amiga, a quien llamaremos Teresa, se le vino el mundo abajo, puesto que todo lo que hace a diario lo hace con el fin de que su hijo sea feliz. A medida que hablaba hacía un autoexamen en el que se preguntaba qué estaba haciendo mal.
Después de escucharla me dijo que lo llevaría al psicólogo y que llenaría a su hijo de amor. Hace algunos días me la encontré y le pregunté cómo estaba todo, me dijo que las cosas con su hijo marchaban de la mejor manera, que hicieron algunos cambios en la rutina y que, en efecto, las visitas a psicología han servido sobremanera. Sentí alegría por su hijo. Pensé en lo afortunados que son los niños y las niñas al gozar de padres de familia que los amen y se preocupen por brindarles las herramientas para que sean felices.
No obstante, la alegría que sentí no duró mucho, el día de ayer leí una columna titulada, Niños tristes, publicada en el Nuevo Siglo, escrita por Tatiana Duplat Ayala. En el texto se habla de muchos niños y niñas que no han tenido la misma suerte del hijo de mi amiga: “En los últimos siete años, 2.060 menores de edad se suicidaron y 32.719 más lo intentaron. Las cifras abarcan desde enero de 2015 hasta julio de 2022 y pertenecen al Informe sobre suicidio e intento de suicidio infantil, publicado por la Alianza por la Niñez Colombiana.”
El alto suicidio de los infantes y los intentos de este ya no es una alerta de incendio, es un incendio en sí mismo. La situación ya no es solamente de carácter preventivo, es indudable que en el país hay muchas cosas que no se están haciendo bien para que seres humanos a tan corta edad no quieran saber más de la vida, es como si pensaran que no hay más por conocer, que todo está perdido y que no vale la pena seguir experimentando el camino al andar.
La grave situación que se vive tiene que hacer que los colegios y las universidades empiezan a hablar del tema, no para que se hagan campañas preventivas, que en realidad no arreglan el problema a profundidad, sólo llenan criterios y liman las conciencias. Hay que revisar los currículos, las cargas de los estudiantes, las presiones que se les imponen. Esta es una época en la que infortunadamente la gente y el sistema cree que la educación es para formar mano de obra calificada en el contexto del mundo empresarial, lo cual hace que solamente haya un interés en la formación de personas con ciertas habilidades; no hay intención en formar una personalidad o un carácter que les pueda ayudar a labrarse una vida feliz.
Así mismo, desde las familias tienen que hacerse preguntas relacionadas con la crianza de los hijos. A muchos niños y niñas se les imponen cargas muy poco llevaderas, además se les exige desde pequeños a acomodarse a un sistema en el que no se hace posible soñar, simplemente obedecer.
En fin, son muchas las cosas que se tienen que hacer. Ojalá que el Informe, así como la estadística de la situación nos haga reflexionar a todos y todas para que les brindemos un presente y un futuro a los infantes en el que sí se quiera vivir.