La luz del nuevo día se colaba en el cuarto por los resquicios de las cortinas, en la distancia se alcazaba a oír el acompasado sonido del primer tren del día. A esa hora, Gumercinda se volteó para el rincón de la cama, al mismo tiempo que halaba las cobijas, tratando de envolverse la cabeza con ellas, con el propósito de no escuchar los insistentes gemidos de Lanetas, el enorme perro San Bernardo, que era la mascota de su sobrina consentida, al que ella, en mala hora, se había comprometido a cuidar, mientras su chinita del alma viajaba a asistir al Congreso Mundial de Desnutrición Canina en los Países del Tercer Mundo.
Pero el perro, ni corto ni perezoso, al sentirse desatendido, decidió entrar en acción, atrapando con sus enormes fauces la punta de las cobijas, y sin ninguna compasión, a puro pulso y fuerza, la dejo sin cobijas y destapada de pies a cabeza.
Ahí sentada en la cama, Gumercinda entendió que era una aprendiz como cuidadora de perros, igualmente, la seriedad del asunto, juzgando por los gemidos del animal y su premura, en tanto seguía sentada en el borde de la cama tratando de encontrar sus pantuflas, mientras se refregaba los ojos y se rascaba la cabeza, intentando entender qué le pasaba a ese perro del demonio, que no dejaba de gemir, mirándola suplicante con esos enormes ojos redondos color café, por los que parecía desbordarse la angustia y sus justificados afanes, la situación no parecía fácil, porque a ella también la estaba apremiando la misma necesidad mañanera, la cual debía resolver rápidamente, o ella, o el perro, lo que no fue tan difícil de decidir.
Cuando el enorme peludo se atravesó en la puerta del baño, entonces no le quedó más remedio que tomar la bata y acabar de ponérsela en el camino, al mismo tiempo que con premura le acomodó el bozal, y como almas que lleva el diablo tomaron el ascensor, pasando de largo por la recepción y perdiéndose rápidamente por la portada, rumbo al parque, con el propósito de llegar a tiempo para que el animal evacuara sin novedad, al pie del tronco del ciprés más grande.
Todo había sucedido velozmente, al punto que Gumercinda no alcanzaba a entender los atropellados acontecimientos, los cuales no le daban tregua para pensar, y mucho menos para comprender el problema en que se había metido hasta el cuello.
A esa hora, el parque se llenaba de perros cagones y dueños alcahuetas, Lanetas, por su parte, ya había atendido sus necesidades fisiológicas y en esos momentos se dedicaba a socializar con su nuevo grupo de amigos, los que corrían por todos lados, saludándose con la confianza olfativa que llegaba a la cercana intimidad, todo se había convertido en una fiesta, entre ladridos, carreras y carantoñas, incluso algunos machos atrevidos se acercaron, a olerla a ella sin ningún respeto, situación que le produjo incomodidad, cuando descubrió en los rostros de otras dueñas sonrisas picaronas, incluso le pareció percibir un guiño de complicidad, de un propietario que jugaba descuidado con el lazo de su mascota.
Entonces quiso regresar a su apartamento, cuando volvió a sentir la urgencia de su propia necesidad, entonces llamó a Lanetas, le volvió a imponer el bozal y se dispuso a tomar el camino de regreso, pero en ese momento fue abordada por el guardián ecológico del parque, quien amablemente le exhibía una bolsa plástica en la mano derecha, y en la otra, una libreta de comparendos a infractores de la norma ambiental. Tremenda decisión, pensó para sus adentros, ella seguía soltera a sus muy bien vividos más de sesenta años, no se había casado, a pesar de ser todavía una otoñal mujer bella y haber tenido que espantar muchos pretendientes, también recordó en silencio, que había sido una mujer que ejercía sus funciones sin jamás haberse comprometido, además, ella nunca había querido criar hijos, porque siempre consideró no tener estómago para cambiar pañales, y hoy, quien lo dijera, estaba ahí parada, ante la mirada nada amigable del guardia, y afrontando el dilema de recibir la bolsa y recoger los excrementos o pagar la multa.
Su mirada volaba de los ojos amelados y ya tranquilos del perro y los inquisidores del guardia, no tuvo mucho que pensar, de modo que recibiendo la bolsa se dispuso a recoger las gracias de Lanetas, había decidido ser buena ciudadana, mientras contenía con esfuerzos sobrehumanos las amenazantes nauseas.
Luego enrumbó apresurada sus pasos, por el sendero que la llevaría de regreso al apartamento, iba seguida por el animal, que lucía satisfecho, mientras batía la cola celebrando la salida, parecía contener una carcajada perruna, con ese asesar permanente que tienen los perros, con las fauces abiertas y la lengua colgante y babeando como si fuera un trofeo de feria.
Ya recostada en la cama y envuelta en el agradable calor de las cobijas, pensó sosegada que ella no estaba para esos menesteres, tener que salirse de su cama y dejar el delicioso sueño de la mañana, para ir a aguantar frío y recoger estiércol ajeno, ¡no! eso no lo repetiría, eso tenía solución inmediata, por eso a media mañana, paso el carro de una guardería para perros, con el fin de llevarse su problema y Gumercinda, volvió a sus rutinas de mujer pensionada, soltera y feliz.
Fabio José Saavedra Corredor, Miembro de la Academia Boyacense de la Lengua