El domingo pasado fui a una misa en memoria de un difunto. La celebración se llevó a cabo en la Basílica menor de Moniquirá, Boyacá. El templo estaba lleno. Mucha gente estaba atenta a que en la intención inicial se mencionara su petición, dado que era una misa en la que había muchas intenciones de distintas familias. La gran mayoría compartía la misma razón por la cual yo estaba en la parroquia: la memoria de uno que ya no está entre los vivos.
Entre la asamblea había rostros tranquilos. También había caras tristes. Por otra parte, había oídos atentos a una palabra de paz, de esperanza y de consuelo. Puede que una de las fortalezas de la religión sea el consuelo, especialmente en lo referente a la muerte de los demás. La religión ayuda a hacer el duelo, a confiar en que el que ya no está nos escucha.
Sin embargo, en el sermón del sacerdote no hubo consuelo para los corazones afligidos de quienes estaban ávidos de escuchar palabras reconfortantes en este valle de lágrimas. Tampoco hubo una exégesis de los textos litúrgicos del día, que como bien se sabe, son universales, son clásicos, pues nos ayudan a dialogar con nosotros mismos sobre aquello que nos aflige el corazón y que no comprendemos, verbigracia, la muerte.
Al contrario, el sermón se convirtió en un discurso político en contra del comunismo, que creo que el sacerdote no sabe qué es. Por otra parte, el sacerdote no se parecía al juez del que hablaba la parábola de aquel domingo (alguien que pudo ser flexible frente al dolor de alguien). En otras palabras, el párroco aprovechó para levantar su dedo y hablar en nombre de la exclusión y de quienes en ocasiones han sido objeto de odio, por ejemplo, los homosexuales, o los colectivos feministas, etc.
Al finalizar la misa, pensé en dos cosas, en primer lugar, que la Iglesia Católica tiene una responsabilidad muy grande en la formación intelectual de sus ministros; su desconocimiento y sus prejuicios pueden ser transmitidos. Los sacerdotes y los pastores siguen teniendo un poder muy grande en la educación espiritual e intelectual de las personas, por tanto, tienen que prepararse para llevar a feliz término una de las consecuencias de una religiosidad bien llevada: la reflexión en torno a la paz y la construcción de ella.
También pensé en la urgencia del pensamiento crítico y de cómo se hace necesario que las personas sean capaces de discernir aquello que escuchan en los templos, dado que, si no se hace esto, la religión puede convertirse en aliada de los intereses más mezquinos y antidemocráticos. Por ejemplo, la compra de votos a los líderes religiosos, quienes tienen como mínimo una vez a la semana el privilegio y el poder de hablarle a tanta gente en la intimidad del silencio.