Un día apacible en la senda del devenir de los aconteceres, el espíritu del tiempo se acariciaba la larga y sempiterna barba, de pronto se detuvo a observar a los hombres en sus ratos de ocio y descanso o mientras dormían en las noches, y se extrañó porque él jamás había conocido el reposo, dejándose invadir por el inocente deseo de detener, al menos por un momento su peregrinaje interminable, en ese instante dirigió su profunda y eterna mirada, en la que guardaba los pergaminos de todas las historias, extensos listados de vida y muerte, en los que figuraban todos los seres que caminan, nadan o vuelan, incluso los que viven bajo la tierra.
En las profundidades abisales de los orificios negros de sus ojos, estaba su incalculable memoria, una realidad sin comienzo y un futuro sin confín, ese atardecer cruzó la mente del tiempo un disparatado pensamiento, quiso detenerse a descansar, pero se dio cuenta que si lo hacía, correría el riesgo que todo el universo desapareciera, porque el tiempo era el sagrado camino recorrido por el pasado, el segundo a segundo que hace el presente y la incertidumbre en la que viajará el futuro.
Desde entonces, la idea del descanso fue clavándose en el corazón del tiempo, de día y noche la obsesión se anidó en su alma, tenía que encontrar la forma de hacerlo sin detenerse, así pasaron los años y los siglos, y un día pensó volverse sonámbulo, pero desechó esta posibilidad por ser también una idea de locos, se imaginó caminando dormido, con el riesgo de tropezar y caer en alguno de sus abismos insondables, así fue analizando muchas otras opciones, sin que ninguna lograra satisfacerlo, hasta que un día se quedó mirando detenidamente la torre del Big Ben en Londres y escuchó a su reloj entonando las horas, con esa frecuencia grave que abraza el tono de la voz de los sabios, como cuando hablan los abuelos, y observó que las agujas del reloj nunca se detenían y avanzaban simultáneamente con sus pasos perpetuos.
Esa mañana el sol brilló esplendoroso, cuando el tiempo se trepó a horcajadas en la aguja que marcaba las horas, se acomodó sobre esta, y se divirtió mirando como los londinenses envejecían, incluso durmió la siesta sin que el reloj se detuviera.
Desde esa feliz mañana, se dedicó a disfrutar las historias de su hijo mayor el pasado, guardado en el cofre de los recuerdos, y sonreía satisfecho cuando oía exclamar a alguna abuela hablando con sus nietos: -¡Ah épocas gloriosas, mijitos, todo tiempo pasado fue mejor!- Él no lograba entender por qué los humanos añoraban devolver el tiempo, para poder hacer lo que nunca hicieron, si ya habían tenido su oportunidad y la habían arrojado por la borda.
En ese verano, el tiempo disfrutaba el tic-tac adormecedor de los engranajes del enorme reloj, saltando de una manecilla a otra, y lanzando suspiros al viento, así se distraía mirando al hombre moderno viviendo a las carreras, en una vida atiborrada de necesidades inventadas, creyendo ser felices dedicando su tiempo a buscar soluciones a sus atolondrados inventos, las que con el paso de los años solo le dejarían más problemas.
Entonces, se preguntó si el hombre de las cavernas no había sido más feliz en su jungla natural, que hoy el hombre moderno en su jungla de cemento, destruyendo a diario la naturaleza, asfixiado en la lucha por el poder en todas sus formas, sin importar que para lograrlo tenga que destruir a otros.
Allí en sus vacaciones de verano londinense, con el tiempo del reloj a su disposición, un día se detuvo a leer poemas escritos en su honor y la vida, y sonreía nostálgico recordando las épocas en que la naturaleza era cuidada por todas las civilizaciones, y con el fin del verano ya cerca, aprendió unos pocos versos de Borges, antes de apearse del Big Ben, para volver a asumir sus funciones.
El tiempo de Borges (fragmento)
El tiempo es la sustancia de que estoy hecho
el tiempo es un río que me arrebata,
pero yo soy el río; es un tigre que me destroza,
pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume,
pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real;
yo, desgraciadamente soy Borges.
Así terminó el imaginario escrito en alas del viento, de la única holganza que ha tenido el tiempo en toda su historia.
Fabio José Saavedra Corredor,
miembro de la Academia Boyacense de la Lengua.