
El espíritu incansable del Libertador se apeó del brioso Palomo, frente al atrio de la catedral, entregándole a continuación la brida a Pedro Pascacio, para que llevara la cabalgadura a las pesebreras de la Quinta de Santa Catalina, la que estaba a orillas del río Fucha y era propiedad de Nicolasa Ibáñez.
Antes de entregar el caballo quiso prevenir al joven y fiel caballerizo, acerca de los inquisidores interrogatorios de Manuelita, además le pidió premura porque la ceremonia podía empezar en cualquier momento. El Libertador avanzó con el paso marcial heredado en mil batallas, seguido por el espíritu del General Hermógenes Maza Loboguerrero, que difícilmente podía igualarle el paso, porque su cerebro todavía se mantenía embotado con los vapores de la última totuma de bebida, que en la madrugada había apurado en la chichería de Doña Cuncia,
Los dos avanzaban levitando sobre los paraguas abiertos y las cabezas de la multitud, que atiborraba la enorme Plaza de Bolívar, así se acercaron hasta la estatua y mirando hacia la portada del Congreso, se ubicaron sobre el pedestal, a lado y lado de la escultura hija del cincel del maestro Pietro Tenerani.
No se habían terminado de acomodar, cuando el espíritu de Pedro Pascacio apareció corriendo, por la esquina de la calle que bajaba por el costado norte de la catedral, y como buen celestino, le susurró al oído de su General un misterioso mensaje de la dueña de las caballerizas, en tanto se fue apoltronando en una esquina del pedestal, situación que al poco tiempo imitaron los dos oficiales.
El tiempo seguía pasando, la ceremonia no daba comienzo y la multitud se sentía ansiosa pero feliz, el sol se hacía cada vez más insoportable, las calles laterales se fueron congestionando de gente, los invitados especiales permanecían sentados aprovechando la ocasión para adelantar gestiones diplomáticas, al Rey de España se le veía el rostro adusto y con cara poco amable, mantenía la mirada fija en la estatua del Libertador, mientras pensaba para sus adentros, que por culpa de ese rebelde, su ancestro, el Rey Felipe Vll había sido expulsado de América, teniendo que perder ingresos inmerecidospara engrosar las arcas de la corona.
El reloj en la torre de la catedral marcaba la cercanía de las tres de la tarde, cuando la voz del Maestro de Ceremonias dio inicio al evento. Los tres espectadores celestiales seguían al detalle el desarrollo del magno acontecimiento. Ellos nunca habían visto en ninguna de sus vidas tanto pueblo volcado en la plaza, a nadie le importaba el virus de moda u otro patógeno que pudiera contagiarlos en esta época de pandemias.
En el ambiente flotaban sonrisas, a pesar del cansancio y la incomodidad, todos animados con el sonar armónico de tambores, flautas de millo, chirimías, tiples, guitarras, cuatros, marimbas y cuanta infinidad del arte musical nacido en las regiones y el corazón de los colombianos, allí estaban representados todos los rincones del país, gente de las cordilleras, llanuras, selvas y costas, de la Guajira al Amazonas y del Choco a Puerto Carreño, en todos manaban raudales de esperanza, en hombres y mujeres, jóvenes y viejos, en ellos se reflejaba el común denominador de los seres humanos que a diario construyen país, e inexplicablemente, el estado y el poder los ha mantenido en el olvido.
En ese momento el espíritu socarrón de Hermógenes Maza, le recordó al Libertador cuando una vez en medio de una fiesta, alentado por sus requiebros amorosos y alguno que otro coñac, él había sentenciado» no habrá paz en este país hasta que no mueran Nicolasa y Bernardina». En ese instante, los sustrajo de sus reminiscencias el ensordecedor grito de la multitud aclamando el, ¡SÍ JURO! del nuevo Presidente, fue como si un trueno retumbara por todo el reino Muisca y se perdiera por las montañas de Colombia, devolviendo las ilusiones a un pueblo ansioso de paz, justicia y equidad.
A esa hora, Maza ya había logrado que su superior autorizará a Pascacio, para que fuera volando hasta la chichería de Doña Cuncia a traerles un calabazo de chicha, no habían terminado la primera ronda, cuando en medio del sol del atardecer, les cayó como balde de agua fría, otro ensordecedor trueno salido del corazón del pueblo, el nuevo mandatario había dado su primera orden, «traer la espada de Bolívar al estrado de la plaza «, entonces, como un resorte, los tres espíritus se pusieron de pie, pensando que la historia se repetía y la espada se iba a convertir en el nuevo florero de Llorente.
Un pesado silencio cayó sobre la multitud, los minutos transcurrieron en el paso cansado del centenario reloj de la torre y el mensajero presidencial nada que regresaba, mientras tanto, en palacio trataban de aceitar la paquidérmica burocracia y por fin habían logrado retirar del camino el escollo, de manera que volvió a tronar la multitud, en la esquina de la plaza habían aparecido los cargueros, con la urna conteniendo la preciada espada del pueblo, herencia de Bolívar, se volvió a elevar la voz del Maestro de Ceremonias dando continuidad al programa.
Los congresistas aprobaron el acta del día sin reservas, en tanto los tres invitados celestiales, departían alegres entre sorbos de licor ancestral y la pastosa voz de Maza haciendo coro con la juvenil de Pascacio, preguntaron al Libertador «¿mi General, será que por fin este Congreso aprueba el pago de la pensión, la que usted nos autorizó en vida?» Bolívar después de toser y carraspear varias veces, con la parsimonia propia de los espíritus, procedió a quitarse el gorro tricornio, rascándose la nuca, movió la cabeza dubitativo y dijo, «tengo mis dudas, pero no perdamos las esperanzas».
La fiesta se desbordó en la plaza y sus alrededores, mientras la comitiva presidencial avanzaba aclamada por el pueblo rumbo al palacio, donde los anteriores huéspedes los esperaban en la puerta, para hacer entrega protocolaria del inmueble, en contraste con el colorido tropical, la música y las danzas, los huéspedes salientes lucían trajes negros, todos alrededor del mandatario que partía, como si una manta de oscuro dolor y luto los cubriera, avanzaban lento como en un funeral, donde la humildad reposaba en el féretro y las mentes soberbias fueran sus dolientes y desconsolados deudos. Todo duró un suspiro, porque la alegría contenida se volvió a desbordar y la humildad volvió a la vida en el incontenible alborozo de la multitud.
Mientras Bolívar y sus dos compañeros de luchas y aventuras, cabalgaban perdiéndose entre las nubes, alcanzándose a escuchar el último comentario de Hermógenes, “Mi General, la historia se repite, hace 200 años, la multitud enfurecida descansaba de un Virrey y hoy despiden un Duque”
Fabio José Saavedra Corredor,
miembro de la academia boyacense de la lengua.