
José Dolores organizó los libros en el raído morral, luego se lo acomodó en la espalda, lo mismo que todos sus compañeros de curso. Por mandato de la profesora María Delia debían permanecer sentados, hasta que su voz indicara el final de la jornada.
Ella era una mujer menuda, pero con autoridad y un carácter a toda prueba, en su rostro resplandecían unos enormes ojos verdes, que podían pasar en un segundo de una dulzura enternecedora, a lanzar chispas como cuando la abuela atizaba el fogón de la cocina en la casa. Por eso todos permanecíamos expectantes al ansiado aviso para poder salir desbocados por la puerta, prudentemente, la profesora en esos momentos procuraba estar lejos de la estampida.
José Dolores sabía que sólo tenía una hora para llevar los terneros al corral y así evitar que se mamaran la leche del ordeño por la noche, normalmente el día ya se confundía con la penumbra, cuando él pequeño entraba por la talanquera como una exhalación y seguía en carrera a la casa rumbo a su cuarto, y dejando el morral de libros de cualquier manera sobre su cama, se dirigía a la cocina a saludar a las mujeres del hogar, su madre y su abuela.
Esa tarde después de haber encerrado los terneros, el niño disfrutó corriendo por entre los potreros rumbo a la casa, le alegraba sentir los lápices y colores saltar en desorden dentro del morral, en tanto que escuchaba el canto de los turpiales parados en las copas de los árboles, despidiendo el día y enseñando a sus pichones en la escuela de la vida.
Siempre le complacía ver desde lejos las volutas de humo salir por el buitrón de la estufa, para luego disolverse en el aire como por arte de magia, esa tarde extrañamente no se veían las fumarolas de costumbre, como si la estufa estuviera apagada, eso preocupó al estómago del niño, que ya saboreaba la aguadepanela con arepa de queso, la que normalmente lo esperaba en la mesa de la cocina.
Pero para su desilusión, encontró a su madre abrazada a la abuela, las dos viudas gimiendo entre llanto y lamentos. Esa tarde habían regresado nuevamente los hombres armados a notificarles, que tenían ocho días para abandonar sus predios, de lo contrario sus vidas corrían riesgo, además, amenazaron quemar la casa, antes ya se habían llevado las gallinas y la marrana parida, y por las tres vacas y la tierrita, les ofrecían una grosería, de modo que a esa hora la comida fue tristeza con aguadepanela fría.
Esa noche su madre y la abuela se acostaron en la misma cama, fundidas en la misma angustia y abrazadas al pequeño José Dolores, el canto de los gallos las encontró sin que hubieran conciliado el sueño, mientras el niño durmió arrullado por los suspiros, susurros y lamentaciones que acompañaban la conversación de las mujeres, buscándole solución a ese laberinto, cuya salida las arrojaba siempre al tormentoso caudal de los desplazados, que inundaban los caminos y parques de este país.
En la mañana la decisión de partir estaba tomada, después del desayuno el niño se perdió en la distancia del camino rumbo a la escuela y ellas partieron al ordeño, empezando a saborear el amargo silencio de los desplazados, decisión que acabaron de confirmar cuando encontraron muerta a Mariposa, la vaca más lechera, con un tiro de fusil en mitad de la frente.
Las piernas les flaquearon y sin ánimo de ordeñar soltaron los terneros, que felices corrieron a amamantarse en sus respectivas ubres, mientras que el huérfano bramaba junto a la madre muerta, parecía reclamarle al cielo por las injusticias de los humanos.
Ellas permanecieron sentadas en una piedra reviviendo dolorosos recuerdos, en tanto oían mugir al pequeño animal, tratando de reanimar a lambetazos a su mamá para poder alimentarse. De los ojos de las mujeres, ya secos por tanto llanto y sufrimiento, las lágrimas se negaban a brotar, sin embargo, en ese momento revivieron sus dos duelos.
Al abuelo lo encontraron muerto tirado en mitad del camino, con tres tiros que nadie supo de dónde habían venido, aunque todos sabían quién había dado la orden, mientras que del hijo lograron recuperar su cuerpo descuartizado en el río, con la excepción de su pierna derecha, desde entonces la crueldad de los mismos asesinos, alimentó el imaginario del pueblo con el fantasma de una Patasola en las noches de plenilunio.
Todo eso recordaban las viudas, sentadas en la dureza de la piedra y unidas a la lacerante realidad de los nadies, entonces decidieron dejar todo abandonado y partir en búsqueda de un horizonte de paz y vida para el pequeño José Dolores.
Ese fue el día de las grandes decisiones y alistamiento, el tiempo se lo llevó el viento entre carreras y suspiros, el niño no tuvo que ir a la escuela, ni encerrar terneros y con sus escasos ocho años, se sumó a amarrar cajas y a organizar los trebejos indispensables para el peregrinaje que iniciarían al siguiente día.
En medio de su candidez infantil, comentó que las familias de tres de sus compañeros de curso, también saldrían de paseo temprano en la mañana. El canto de los gallos y las aves los encontró desayunados, mientras la abuela sentenciaba, «al mal paso, darle prisa». No había salido todavía el sol por el alto de las Torobas, cuando ya estaban vadeando el río Ermitaño, en la vega de la otra orilla se detuvieron a descansar con otras familias que se sumaron en el camino.
El niño y la abuela se dedicaron a observar correr el agua del río, mientras sus pensamientos se los llevaba la turbulencia de la corriente, ella acarició el cabello sudoroso del pequeño y habló con la sabiduría de los años; «hijo, no olvides que el mayor don que nos regala el Creador, es el amor, ese gran poder con el que viene a la vida todo ser humano, con el propósito de compartir y generar vida, es un don divino que nos hace libres de egoísmos y mezquindades, es el respeto por el derecho ajeno y la justa valoración del propio, es el punto de equilibrio donde se encuentran las líneas de la equidad y la justicia, allí no está invitada la avaricia ni ninguno de sus parientes, tampoco el deseo de poder sin límites que genera locura y deshumaniza».
Los dos quedaron en silencio, el niño recogió una piedra y tirándola al rio sentenció su futuro, «abuelita, algún día volveré y recuperaré lo que nos arrebataron, toda la vida no seré un niño», entonces reanudaron su camino, el camino de los desplazados, un camino sin destino conocido.
Fabio José Saavedra Corredor,
Miembro Academia Boyacense de la Lengua