
Para Miguel Ángel, la vida terrenal se le perdía cuando contemplaba belleza en el paisaje o las cosas, no era que en esos momentos lo aquejara enfermedad alguna o que algo pusiera en riesgo su envidiable estado físico, era esa delicada sensibilidad que invadía sus sentidos y su espíritu, colmándolo de placenteras sensaciones y gratos sentimientos, haciendo que se perdiera en sí mismo, estableciendo diálogos ininteligibles con su conciencia estética.
En esos trances se perdía en su mundo íntimo y la mirada se le desbordaba de extraña dulzura, como si viajará por algún mundo paralelo a donde sólo él podía acceder, cada vez se presentaban más situaciones que lo llevaban al arrobamiento, podía ser el vuelo sostenido de un colibrí libando el néctar de una flor o simplemente la mano Divina dibujando en el lienzo azul del horizonte, los colores del ocaso más bello.
Los lugareños ya se habían acostumbrado a ver la espigada figura del artista recorriendo las calles y veredas del pequeño poblado, a cualquier hora del día o la noche, siempre parecía deambular sin destino definido, un día podía dirigirse al río a disfrutar intensamente la caricia del agua helada que bajaba de la sierra, dejando que se llevara sus penas y alegrías por ese mundo de Dios, donde la inconsciencia de la humanidad, convertida en incoherencia, cada día hacía más compleja la existencia, incluso algunos días lo había encontrado el amanecer sentado sobre cualquier tumba en el cementerio, según decía, tratando de encontrarle explicación a los misteriosos laberintos de la muerte.
Miguel Ángel había nacido la hora trece, de un día trece, en el año trece, en medio de una tarde de tormenta eléctrica que descargaba latigazos de fuego a las nubes, tantos que parecía haberse roto el cielo y por allí se fueron desbordando todas las aguas del universo, su madre contaba que extrañamente el niño no lloró, traía una linda sonrisa dibujada en sus labios que a todos sorprendió.
Desde pequeño empezó a mostrar dotes artísticas para la pintura, a su alcance no se podían dejar colores ni lápices, porqué convertía en lienzo las paredes, cuando ya era un adolescente, salía de sus estados de arrobamiento y se encerraba a pintar con mínimos detalles sus valiosas obras, en las que plasmaba no solo la realidad física de su entorno, la perfección era el reto de su obra, en ella podía sentirse el frío de un atardecer de invierno o escucharse el viento deshojando los árboles, podía encontrarse el hambre y la opulencia, el dolor y la tristeza ahogándose en las lágrimas de un funeral eterno.
Así iban pasando los días de su vida por el sendero del tiempo, como las gotas de la lluvia cayendo en las afelpadas hojas de los frailejones, para un día dibujar remansos de paz y otros furiosos torrentes, hasta regresar un día a las diminutas gotas de la neblina, que una tarde cualquiera volverían a engendrar tormentas, en tanto en medio de sus enajenamientos, las manos mágicas de Miguel Ángel recogían hermosos paisajes acompañados de sentimientos, que plasmaba entre delicadas pinceladas en sus obras, dónde cobraban vida con su don heredado del cielo y la naturaleza.
Detener los ojos en sus pinturas, era como emprender un vuelo de águila, escudriñando mínimos detalles entre sus finos trazos, en los que se mimetizaban mensajes nacidos en su alma, e incluso, los ojos curiosos aseguraban que una tarde las aves calmaron su sed en una fuente de su obra.
Su vida transcurría como en un raro letargo de rutinas, desde el día del repetido trece, hasta el de su partida, sin afanes ni algarabías. Hoy en su ocaso, permanecía en la orilla del río sentado en su piedra preferida, bajo la sombra de un coposo cedro, esa tarde se detuvo el sol de los venados a acariciar sus blancos cabellos, como si quisiera rejuvenecerlo derritiendo la nieve del paso de los años, mientras él embebido en sus recuerdos disfrutaba su reflejo en el agua, así se fue quedando dormido en los brazos etéreos de sus musas, entonces, de repente, desde las altas montañas, un gigantesco cóndor albino, como la nieve del Ritacuba, levantó en sus fuertes garras el cuerpo desfallecido del artista.
Cuentan los viejos más viejos que presenciaron el extraño suceso, que los vieron perderse entre las nubes que coronaban las montañas más altas de la cordillera, desde entonces solo dejo el recuerdo de sus arrobamientos y el valioso legado de su obra.
Fabio José Saavedra Corredor
Miembro Academia Boyacense de la Lengua