Anécdotas y experiencias en el colegio de Boyacá, 64 años después de vivirlas

El profesor Corredor a quien llamábamos “Barrabás”, cuando nos daba anatomía preparaba sus clases de química y cuando teníamos clase de química preparaba su clase de anatomía.

En 1953 llegue al colegio de Boyacá como alumno de primero de bachillerato, éramos más de 50 estudiantes y el director de grupo, fue un profesor de mediana estatura a quien llamábamos «el chiquito Hernández”. Recuerdo que a mediados del mismo año llegaron a la ciudad los restos de San Pedro Claver y como el Santo había hecho su noviciado en el claustro del colegio cuando fue convento, lo llevaron a la capilla del tercer piso, fue en esa ocasión que el doctor Juan Clímaco Hernández, muy conocido como “el negro Hernández”, dio un discurso en donde explicaba su relación con San Pedro Claver y su escudero; según él decía, el Santo había llegado de España a Tunja con un escudero de origen árabe de apellido Hernández quien muy probablemente, era su ancestro. Luego de la ordenación, Pedro Claver, tomó el camino de Cartagena y su escudero se quedó en la ciudad de Tunja por siempre, sembrando la raíz de los Hernández de la región. Cuando hacía el segundo de bachillerato, un buen día, estábamos en clase de Castellano con don Manuelito Cipagauta, cuando de pronto oímos un estruendo terrible y los estudiantes salimos de los salones, había colapsado el tejado del dormitorio de la parte vieja del edificio, que cerraba la cancha de basquetbol, recuerdo que un estudiante de apellido Borras corría gritando “¡¡vestidos rotos, por la catástrofe!!”.

En el colegio estudiaban familias completas, entre ellos, estaban los Ruiz y los Gutiérrez Peñuela, de este último grupo familiar; cualquier día uno de ellos estaba haciendo un examen en un salón y don Manuelito cuidaba; por un orificio de la puerta los hermanos le soplaban al que estaba dentro, el profesor sospechó, saco una navaja, hurgó por el hueco encontrando el ojo de uno de los Gutiérrez Peñuela. Se produjo un escándalo terrible y fue cuando conocimos en el colegio a todos los Peñuelas que salieron por toneladas en defensa del herido, que por poco deja tuerto don Manuelito, por suerte no fue así. Cuando llegué al tercero de bachillerato nos dieron un curso de contabilidad y el profesor fue don Edmundo Quevedo Forero, quien más tarde fue Senador de la República, también en ese curso el profesor de álgebra era don Humberto Ramírez, quien años después fuera también mi profesor de física durante cuatro años en la Universidad Pedagógica de Colombia. En cuarto de bachillerato tuve la suerte de ser alumno del profesor Corredor a quien llamábamos “Barrabás” quien influyó muchísimo en mi formación posterior, me enseñó ciencias naturales, anatomía y especialmente los cursos de química inorgánica y orgánica, el profesor Corredor me descrestó con su técnica de enseñanza, pues cuando nos daba anatomía preparaba sus clases de química y cuando teníamos clase de química preparaba su clase de anatomía.

Los últimos años de bachillerato fueron inolvidables pues éramos apenas 13 alumnos y teníamos un buen contacto con nuestras “compañeras del femenino” como las llamábamos. En quinto y sexto de bachillerato tuve la suerte de recibir clases de francés y latín con el profesor Antonio Sanabria a quien llamábamos «Perrier”, un gran maestro quien me hizo sufrir y a quien recordé mucho cuando visité Francia, pues jamás volví a recibir clases de francés a ese nivel. No olvido tampoco a don Leandro Miguel Quevedo quien nos dio la historia de Colombia y al padre Reyes que nos enseñó la Cátedra Bolivariana, quien, arremangándose la sotana en el Puente de Boyacá, me parecía ver a Bolívar; y lo que no se olvida es la excursión de los alumnos de sexto, la hicimos a Cali, Buenaventura, Palmira, Manizales y Pereira; no fueron todos los 13 y sólo viajamos: Otto Hermes Franco, Luis David Figueredo, José de la Cruz Quevedo, José Roa, Héctor Horacio Hernández (patuleco), los dos hermanos Alba y yo (Darío Sánchez); nos acompañó el profesor Londoño. En 1958 terminamos, la graduación fue el jueves 20 de noviembre en el Teatro Quimínza y el Rector era el profesor Lisandro Medrano.

Pero el amor platónico existía hace más de medio siglo; las compañeras del femenino eran «castigadoras»; entraban todos los días al colegio con su uniforme: falda azul (jardinera) hasta la rodilla, su camisa azul cielo, un corbatín azul y zapatitos de charol negro. Caminaban con paso menudito hacia los laboratorios, mientras los muchachos las mirábamos escondidos tras de las columnas. Yo recordaba el poema del «seminarista de los ojos negros» cuando pasaban y siempre me fijaba en ella, digamos que se llamaba «Hermencia Suarez» (cambio el nombre). Suspiraba diciéndome, hoy ella me miró y casi me desmayo; pero cuando no pasaba, me preguntaba… ¿qué pasaría hoy con Hermencia Suárez?, ¿estará enferma?, ¿cambio de colegio?, ¿la botaron? Fue así como me hice muy amigo con Héctor Bernal Supelano, quien era sobrino del capellán, para que por su intermedio nos nombraran acólitos y cuando teníamos la misa que era conjunta con las dos secciones, yo podía ver más cerca a “Hermencia Suárez”, y en el momento de la comunión, al tomar la patena y ponérsela bajo su mentón tendría la felicidad de verla frente a frente, ¡pero ella no me miraba! y cuando lo hacía yo recordaba las canciones de esa época como aquella que decía «El mar y cielo se ven igual de azules» que cantaba el famoso Alfonso Prieto el chileno, y otras como “Reloj no marque las horas porque voy a enloquecer». Una vez se realizó un bazar en el colegio y recaudar fondos para la excursión de los de sexto y tuve la oportunidad de jugar pingpong con “Hermencia Suárez” durante largo rato y pude hablar con ella, pero fue muy castigadora. Por ello con Héctor Bernal nos entregamos a la poesía haciendo algunos versos y sólo recuerdo uno que decía: “Hermencia Suárez, la colegiala de mis amores, por qué mentías cuando decía que me querías… ¡Hermencia Suárez!”. Esta es la diferencia grande de esa época la de los 60, con los jóvenes de hoy, ya que cuando dicto clases en la universidad, veo romances casi libidinosos que aprovechan cuando doy la espalda para escribir en el tablero, volteo y me digo, ya no existen los «amores platónicos», ahora son niñas de «pico y pala» c…, y si se les Ilama la atención, le ponen su tutelazo.

Esta es parte de mi historia en el glorioso Colegio de Boyacá, la que cada vez que recuerdo me llena de nostalgia y ganas de volver a las aulas con mis amigos del alma, para recorrer los pasos de hace 64 años cuando orgullosamente me hice bachiller del claustro santanderino.

Mg. José Darío Sánchez Hernández

Docente universitario, exalumno promoción 1958