Pecados capitales – Fabio José Saavedra Corredor #Columnista7días

Esa tarde de sábado, el Creador se sentó plácido a descansar en su trono de nubes casi transparentes, en tanto estiró los brazos y se lavó las manos con la lluvia que caía en una nube cercana, se veía sonreír satisfecho, mientras con el dorso de la mano se secaba el sudor de la frente, una bondad infinita se reflejaba en sus ojos, viendo la creación que había soñado toda la eternidad, sin embargo, se detuvo por última vez a observar con detenimiento todas las cosas, quería estar seguro que nada estaba fuera de orden.

Después de haber revisado colores, tamaños, mares, lagos, montañas, rebaños, bosques, ríos, animales, mujeres y hombres, emitió un suave silbido, mezcla de cansancio y satisfacción, soplando como tenue brisa a todos los horizontes, para infundirle vida a su infinito pesebre.

Desde esa tarde las rutinas del universo seguían sin detenerse, hora tras hora los días se fueron deshojando, en el calendario de todos los tiempos que había colgado detrás de la puerta, a la entrada del cielo, como las hojas de los árboles que caían al suelo en el paso del otoño al invierno, así la vida seguía su curso armónico, el sol no dejaba de madrugar a cumplir su diaria tarea y después de los ocasos encargaba a la luna y las estrellas para que velaran sus sueños, así seguían los tiempos, todos sin descanso en la sincronía de la naturaleza.

El agua nunca detenía su carrera, alegre y saltarina entre cerros y peñas, llevando mensajes de vida a valles y pueblos, hasta llegar a estremecerse con el abrazo salado de los mares, allí la caricia del sol la evaporaba para tejer con ella nubes de algodón y le ponía las alas de la brisa para agradecer al Creador la existencia, entonando el canto de la lluvia con las hojas y las flores, en su peregrinaje llegando incluso a dormir en los nevados y polos con la conciencia fría del hielo. Siempre alentando y alimentando la vida, para evitar la gélida caricia de la muerte.

Así transcurrían las cosas, en el orden supremo, hasta que un fatídico día sin fecha, de la profunda oscuridad en los hoyos negros, surgieron los fantasmas que conmocionaron hasta los lugares más remotos, nadie supo cuál era su origen, si querían quedarse o solo venían de paseo, lo cierto fue que a su paso, todo se tornaba en desorden. Una noche de tantas en el festival de las emociones, se embriagaron  hasta la inconsciencia, entonces sus túnicas se unieron en una sola y bailaron desaforados la danza de los siete pecados capitales.

Entre vuelta y vuelta cada uno contaba quien era. Soy la esencia de la furia, gritó con voz descompuesta la ira, acelerando la ronda hasta los límites del vértigo, lanzando alaridos y espumajos por la boca diciendo, «vine a sembrar hostilidad en medio de ésta fastidiosa tranquilidad». Siguió la gula, con sus enormes cachetes y fauces de escualo, de una tarascada se engulló las pechugas de unos piscos que por ahí marchaban, y como si eso fuera poco, continuó con las piernas y cuadriles en el segundo bocado, después de eructar como volcán alborotado, siguió saltando mientras miraba de reojo a un avestruz que en la puerta estaba parado. De pronto pidió el turno la soberbia, que sin mucho cuidado, saltaba de cabeza en cabeza, como queriendo metérsele a todos por las orejas y entre soplos de arrogancia el ego les inflaba, así seguían en el baile, aullando como manada de lobos.

En eso se oyó la suave voz de la lujuria cargada de engaño y lascivia, los ojos como brazas lanzaban chispas de deseo incontenible, por eso su voz afloró en un canto mudo, acompañado por la temblorosa carcajada de la envidia, que rodó por los rincones en un verso resentido.

«Tengo un profundo dolor en el alma
No me deja dormir, me dejo sin calma,
Sufro como condenado,
Por no tener lo que otro ha trabajado»

Que viva la envidia, gritaban todos en coro, entre vapores de licor y desorden, la euforia se desbordaba, mientras la pereza holgazana cargada a espaldas de sus hermanas, durmiendo como foca todo lo disfrutaba.

La última, la avaricia, a todos parasitaba y en la puerta cobraba la entrada, llenando sus alforjas sin parar, los esquilmaba, entonando en voz baja su canto se le escuchaba decir:

Diviértanse mijitos
Diviértanse como locos
Mañana los espero a todos
En el banco de la avaricia
Somos duros de codos
En un santiamén
Los dejamos pelados.

Desde entonces, los siete hermanos recorren páramos y cañadas, ríos y quebradas, montes y praderas, ciudades y poblados, así por todo lado, en bosques y cuevas no dejaban a nadie quieto, un día cogieron en gavilla al gorila y entre risas y engaños lo volvieron macho alfa para que se quedaran con todos los gorilas.

Por esas calendas el Creador miraba preocupado, como los fantasmas cada vez más su paraíso acababan, incluso llegó a sentir miedo esa madrugada, cuando los vio salir de la fiesta con unos políticos abrazados.

Fabio José Saavedra Corredor,
miembro Academia Boyacense de la Lengua.

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