El candente sol se veía colgado en mitad del cielo, parecía un trozo de hierro recién sacado de la forja del viejo herrero del pueblo. Las pajas resecas saltaban inquietas en la pradera, asombrosamente sin que nada ni nadie las tocara, como si las pisadas de un fantasma avanzarán sobre los pastizales, mientras que el pequeño vehículo rodaba lentamente, sobre la cinta de pavimento hirviente de la carretera que se extendía, curva tras curva, en dirección al legendario pueblo.
Hacía tantos años que Candelaria se había ido sin rumbo definido, con el ánimo de buscar fortuna por los mundos de Dios, impulsada por la voz insistente de su abuela Petrona repitiéndole día tras día, que el mundo era de los intrépidos.
Los inclementes rayos solares se recostaban perezosos sobre la vía, en la distancia, sobre las escasas rectas de esta, se formaban espejismos de agua, como si un aguacero hubiera acabado de terminar, el ganado permanecía echado bajo las escasas copas de los mangos, protegido por la frescura de su sombra, mientras rumiaban y espantaban las moscas que también intentaban huir del calor buscando refugio en sus orejas.
Candelaria apagó el aire acondicionado y bajó los vidrios del vehículo, sintiendo el imperioso deseo de recibir la caricia del viento en su rostro, entonces se detuvo bajo la sombra de uno de los enormes mangos, que crecían a la orilla del camino, olía a campo, a fruta fresca, la cosecha colgaba de las ramas en pródigos racimos, el artista de la creación y la naturaleza los había pintado con el pincel del trópico, lo mismo que a los ocasos del sol en el horizonte sobre las montañas, en ese momento recordó su infancia y los adornos del árbol de navidad en frente de la casona de la alcaldía, esperando un ansiado regalo año tras año que nunca llegaría.
Extrañó los tupidos bosques de robles de ébano, trupillos, ceibas y cedros, de los que solo quedaban algunos sobrevivientes testarudos en los extensos pastizales, ahora dedicados a la ganadería.
Alejándose del campero, caminó sin prisa hasta el puente y vio que la caudalosa quebrada se había convertido en un hilo de agua, que corría agónico por el centro del cauce, en la orilla opuesta, unas volquetas esperaban turno para ser cargadas con arena y piedra, con seguridad para seguir construyendo el monstruo de selva de cemento, naturaleza muerta desplazando la vida, una ola de demencia impulsando la humanidad a compartir sus privaciones y aumentar su miseria en el hacinamiento citadino.
Candelaria extendió la mirada sobre la pradera hasta los bosques de eucaliptos, un invasor foráneo, invitado de honor del dueño de la motosierra cegando la vida en los bosques. Entonces, sintió el hambre y la sed asomándose en el horizonte del tiempo, mientras una bandada de gallinazos volaba en círculos agoreros anunciando la cercanía de la muerte.
La mujer percibió las pisadas del desierto cada vez más cerca y decidida huyó, antes que llegarán los dueños de la motosierra a talarle también sus buenos recuerdos.
Fabio José Saavedra Corredor
Miembro de la Academia Boyacense de la Lengua