La pesadilla de un mal vecino – José Ricardo Bautista Pamplona #Columnista7días

El término vecino se asocia a la definición de aquel que habita con nosotros en un mismo pueblo, barrio o lugar y que se convierte en alguien muy próximo a nuestra intimidad. El contiguo es aquel que comparte con el otro individuo el mismo aire, las mismas zonas comunes, el mismo habitad y todo lo que representa la cotidianidad del día a día.

La palabra vecino viene del latín «vicinus», propiamente, habitante de un «vicus» o aldea y «vicus» procede de una raíz indoeuropea «weik», que significa clan o sede de una misma comunidad.

Así las cosas, se supone que un vecino es alguien tan afín a nosotros que llega a convertirse en un miembro más de la familia, y más cuando las viviendas son tan próximas y distan unas de otras por la escasa separación de un muro de ladrillo en pandereta, es decir, una pared de muy poco espesor.

En Colombia es muy usual escuchar al cliente entrar a la tienda y decir ¿vecina me regala un kilo de azúcar? También es rutinario llamarle vecino al que vende los aguacates en la esquina y hasta al conductor del bus público le decimos, ¿vecino me deja en la otra cuadra?, asociando este vocablo a una manera de ser cordial e inspirar confianza.

Cuando vamos a cumplir uno de los añorados sueños de la vida que es tener vivienda propia, el hábil vendedor nos pinta maravillas y nos habla de todo lo que tienen las áreas comunes, antes de hablar del valor del inmueble, quizá como una de esas estrategias que utilizan los promotores para luego, y al final, entregar la cifra de su costo lo que significa que no se está comprando solamente la unidad, sino que se está adquiriendo todo el entorno, lo que resulta muy llamativo y hasta un supuesto “gangazo”.

Sin embargo, los diestros vendedores no suelen hablar mucho sobre el hecho que esas zonas que tanto ponderaron no son solo nuestras, sino que debemos compartirla con muchas otras personas que tienen el mismo derecho y a quienes le han vendido lo mismo y con similar libreto con el que lograron “enredarnos” para concretar la venta, único objetivo de las constructoras en Colombia y el mundo.

Comprar una casa o apartamento es todo un ritual y la familia entera se sumerge en una aventura inédita que produce una deliciosa e inolvidable adrenalina, como también el hecho de adquirir cada detalle para su decoración y confort. Tener vivienda propia en un país como el nuestro, con tan marcadas desigualdades sociales es más que un anhelo, es la consolidación de un propósito de vida y la cristalización de una de esas añoranzas inculcadas desde la infancia por nuestros mayores.

Pero muchas veces ese júbilo empieza a desvanecerse cuando descubrimos con quien nos tocó convivir, ya que no siempre se comparten los mismos gustos por la música de nuestra preferencia, los decibeles de los equipos de sonido, el vocabulario que se usa y qué decir de las improvisadas y caprichosas ampliaciones que atentan contra las normas establecidas en los manuales de convivencia.

A propósito de estos manuales, la ley de propiedad horizontal incluye todos aquellos derechos que tiene el propietario sobre un inmueble, y desde esta perspectiva se puede diferenciar entre dos tipos de derecho de propiedad horizontal: el de propiedad singular, también conocido como exclusivo y que hace referencia a todos aquellos privilegios que un propietario posee sobre los inmuebles exclusivos de su propiedad, es decir, apartamento, área de garaje o trastero.

Esta también el derecho de propiedad conjunta, norma que establece aquellos derechos de propiedad compartida e inseparable sobre los elementos comunes del inmueble como las escaleras, buzones, ascensor o piscina entre muchos otros.

Pero la citada norma da simplemente unas herramientas legales para dirimir conflictos y acogernos a ella según el caso, pero lo que en realidad todos queremos tener es un buen vecino, sin apalear a la trillada ley para disfrutar de principios básicos como el respeto, la tolerancia, la cordialidad, la solidaridad y la lógica, que en ultimas son los valores que deben predominar en cualquier convivencia, ya sea interna o externa.

Tener un mal vecino es realmente una pesadilla y qué decir de aquellos que llegan ebrios y ponen el equipo a todo volumen, o entonan a voz en cuello las populares canciones que salen a flote a la hora de ingerir el “sagrado liquido”, ese que vuelve cantante hasta el mudo y que nos hace recordar aquellos amores y traiciones atravesados entre copa y verso.

A los vecinos los vemos crecer, sabemos de sus gustos, sus angustias y alegrías, conocemos de sus complacencias y el periplo de sus aventuras, con los vecinos se dan también los amores platónicos y hay algunos pervertidos que espían a la vecina a través de agujeros clandestinos, hechos a propósito para recrear la vista. Del vecino lo sabemos todo: que le agrada y desagrada, cuando estrena pinta o nuevo coche, cuál es su artista favorito, cuando se disgusta y se reconcilia con su cónyuge, a qué hora saca la mascota a hacer sus necesidades y por supuesto qué prepara, ya que el aroma de las comidas salta también de manera impertinente nuestro muro y se meten por nuestras fosas nasales.

Al comienzo, como en los noviazgos, todo es el paraíso perfecto: Vecina présteme un gajo de cebolla, vecino présteme la escalera, el martillo, el pegante, las tijeras, vecina aquí le manda mi mamá estos buñuelos, vecino los invitamos a un asadito para celebrar los cumpleaños, ¿vecinos podrían ser los padrinos del bautizo de mi hijo? y en fin… vecino para aquí, vecino para allí, vecino donde te pongo; pero al poco tiempo llega el “desenamoramiento” y empiezan a pesar más los defectos que las cualidades y entonces se cambia el menú de aquel cordial lenguaje de cortejo por: Vecina por favor bájale al volumen que estoy contestando una llamada, vecino no clave puntillas, ni use el taladro que el ruido me perjudica, vecina le recomiendo que amarre bien a su mascota porque se hizo «popi» en mi jardín, vecina venda esa lora que no nos deja dormir, vecino eduque bien a sus hijos porque le pegan a los míos, etc., etc.

Dicen que lo peor de las roscas es no estar en ellas y eso sucede también con algunos vecinos que les molesta la música porque no fueron invitados a la fiesta, por eso cuando están emparrandados entre vecinos, no importa ni la hora, ni el género musical y menos los decibeles que se manejan, caso contrario cuando no fue convidado y no logra conciliar el sueño, no solo por la molestia del ruido, sino por el enojo que lo hayan ignorado.

Los analistas aseguran que un mal vecino es cualquiera que vive en la puerta de al lado, de arriba o abajo y le pone los nervios de punta haciendo algo que no es particularmente ilegal pero que es excepcionalmente molesto; por eso si le resulta incómodo quedarse en casa y prefiera buscar cualquier excusa para no permanecer en ella, lo más probable es que la culpa la tenga un mal vecino.

El tema es tan complejo que existen muchos catálogos y escritos sobre este caso, donde se catalogan los malos vecinos y se hacen recomendaciones, veamos:

Padres de niños mal educados que se pasan el día gritando, conductores que se equivocan con las normas de aparcamiento, dueños de mascotas irresponsables que tienen dificultades para cuidar de sus “bebes” de cuatro patas, señoras demasiado amables que quieren contarle su biografía cada vez que se encuentran, y por supuesto prestatarios crónicos.

En los estudios se asegura que “nuestras sociedades suelen estar marcadas por un rastro perverso de modernidad decadente que se manifiesta por el consumismo, la competitividad, el egoísmo, la desintegración familiar, la ineficacia política, la educación desactualizada, y unos medios masivos enfermizos y deformadores. Todo este panorama sociocultural de poco corazón y baja moral limita nuestra humanidad y nos diluye el amor a los demás”.

Este es el cultivo psicosocial en el que surgen los malos vecinos, miembros casi siempre de familias disfuncionales, sin valores claros, ni normas definidas que suelen chocar con los preceptos del mundo civilizado. En términos generales, son buenas personas de gran potencial que, por crianza o decisión personal, aprendieron conductas limitantes que derivan en conflictos cotidianos.

Para todo esto los expertos recomiendan entre otras cosas: presentarse y conocerlos mejor, ya que el simple hecho de llegar personalmente y cara a cara hacer saber a los vecinos lo que molesta puede lograr maravillas, toda vez que la gente tiende a ser más vergonzosa y respetuosa con quienes conoce personalmente y porque hay una pequeña posibilidad que los vecinos no tengan ni idea de que le molestan, y decírselo resolverá el problema de tajo.

El principio acuñado en esa famosa frase de Jean Paul Sartre: “Mi libertad termina dónde empieza la de los demás”, es absolutamente determinante para concluir que en una sana convivencia se requiere saber hasta dónde van mis deberes y derechos, pero también donde empiezan los del vecino, por cuanto esto es pieza clave para lograr entender al otro desde la perspectiva de la igualdad consagrada en toda democracia y en sociedades similares a la nuestra.

El caso de los vecindarios es tan complejo que hasta series mundiales de películas y televisión han hecho sobre este tema donde se recrean las pesadillas que ocasionan los malos vecinos, muchas veces con desenlaces fatales por la falta de respeto y tolerancia y por esa rivalidad desafiante heredada a los menores, quienes crecen odiando a su conurbano por el solo hecho de escuchar todos los días a sus mayores hablando mal de ellos. Cómo no recordar la serie de la televisión mexicana “El Chavo” cuyo argumento temático se hizo basado en las vivencias y anécdotas del popular vecindario.

Los hay amables y cordiales, despectivos y groseros, sonrientes y solidarios, agresivos e intolerantes, serviciales y atentos, sobradores y engreídos, discretos y prudentes, metiches e impertinentes y muchos aparentan una indiferencia insobornable pero con el rabo del ojo rastrean todo movimiento del vecino para saciar su curiosidad y estar al día en todo lo que sucede a su alrededor.

De todas maneras, tratar de llevar una convivencia cordial con los vecinos, así no compartamos sus gustos y rutinas, es la mejor manera de llevar una estadía armónica en nuestra casa, porque gústenos o no esas personas estarán junto a nosotros como dicen en los matrimonios “para toda la vida” y muchas veces resulta más fácil deshacerse de una mala pareja que de un mal vecino.

“No hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti”, esa sería, en conclusión, la norma de oro que todos debemos aplicar para lograr una sana coexistencia con aquellos desconocidos que de la noche a la mañana se convierten, ya sea en los mejores “parceros” de toda la vida, o en encarnizados y peligrosos “enemigos cercanos”.