El ser humano es muy dado a decir una cosa, pensar otra y hacer todo lo contrario de las anteriores.
Andamos de aquí para allá repitiendo frases, máximas y reflexiones que a la postre se convierten en semillas sembradas en tierra estéril que jamás llegan a dar frutos.
Al estilo de algunos hombres y mujeres dedicados a la política solemos decir cuanta cosa se nos ocurre, prometer y comprometer, sin medir siquiera las consecuencias de lo que a diario pronunciamos, acción que resulta muy lesiva porque gracias a ella, la palabra pierde cada vez más importancia.
“Cuente conmigo que jamás le fallaré” es una de las frases recurrentes utilizadas por quienes en el momento mismo que la pronuncian, saben a ciencia cierta que nunca la van a cumplir, constituyéndose entonces en engaño, fraude y embuste que lastima y trae consecuencias muchas veces irreparables.
En varios textos escritos por afamados pensadores, se dice que “La palabra es el punto de partida de todo lo que es humano y la correspondencia entre los hombres y el mundo pasa siempre por la mediación de la palabra. Ella es voz que nombra la realidad, es referencia y signo que determina todas las representaciones”.
Dicho de esta manera el poder de la palabra es muy grande y aunque muchas personas digan que «una imagen vale más que mil palabras» y de cierta manera tengan a veces razón, es muy importante señalar que cuando sale de nuestra boca una afirmación, pregunta o negación, ésta tiene un valor incalculable por lo que debemos cuidar qué se dice y más si no podemos legitimar con acciones tales aseveraciones.
“Yo nunca dije eso” es la expresión más recurrente a la hora de confrontar la verdad y por eso en ocasiones se debe acudir a las grabaciones, o a los escritos para dejar evidencia de lo que realmente se atestiguó, porque se miente con una facilidad tal que la palabra se menguó y por eso desde hace décadas hemos tenido que recurrir a las letras, los pagarés, los cheques, contratos y documentos con los que se pueda verificar y honrar los compromisos o responsabilidades adquiridos.
Con la llegada de los mensajes de texto, los chats y las plataformas digitales, la palabra ha tomado cierta fuerza porque allí queda evidenciado todo, a tal punto de no poder desmentir lo que se afirmó, por eso muchos prefieren, tanto esta metodología, como la de los mensajes de voz para tener una prueba contundente del dialogo que se sostuvo entre una o más personas.
¿Me autorizan grabar esta reunión? es una de las preguntas frecuentes cuando se hace reunuines virtuales o presenciales porque andamos a la defensiva al suponer que, si no se deja una prueba, difícilmente se van a cumplir los encargos y tareas delegadas en dichos espacios de interacción.
Los abuelos suelen señalar que uno debe cumplir a cabalidad lo que dice y a lo que se compromete, y ellos al igual que las sagradas escrituras dan un valor inmensurable a la palabra, por eso los sacerdotes dicen “palabra de Dios” que es algo así como ley sagrada inquebrantable. Ahora decimos ¿Ultima palabra?, como tratando de salvar cualquier responsabilidad por lo que pueda suceder luego.
En ocasiones decimos lo que se nos ocurre para salirle al paso a situaciones difíciles y con tal de escapar de esos contextos engorrosos, se adquiere compromisos y se hacen promesas que luego nos ponen contra la pared a la hora de responder por lo que sin medir garantizamos.
Que difícil resulta entonces sostener la palabra o hacer buen uso de ella, más aún cuando es una de las grandes facultades del ser humano, un don que tienen las personas y con el que se pueden transformar sociedad, construir proyectos, marcar derroteros o enredar y confundir cual “culebrero en feria» para obtener algún beneficio individual o colectivo.
“Confunde y vencerás” es la herramienta que utilizan algunos habilidosos de la palabra y por eso hacen honor al célebre personaje Cantinflas que entre otras cosas decía; “¡Ahí está el detalle! Que no es ni lo uno, ni lo otro, sino todo lo contrario”, o que tal esta otra: “Los momentos pasan y los minutos también… y luego hasta los segundos. Luego, de segundo en segundo, agarra uno el segundo aire. Y luego tú tan chula que eres. Y uno tan enamorado” …
Pero tristemente cada vez aparecen más personajes con dialecto y estilo cantinflesco feriando la palabra y los compromisos como cualquier baratija, asegurando y desmintiendo luego con una facilidad y desparpajo tan pasmoso que realmente se ha perdido hasta la capacidad de asombro.
Cuando de buscar empleo se trata se recurre a expresiones como: “yo hago lo que sea, pero deme la oportunidad” y una vez firmado el contrato inicia un periplo tormentoso para que se cumplan con las responsabilidades y aquella frase de compromiso y juramento sobre la biblia se cambia por: “Eso no está en el objeto de mi contrato” y aquel sumiso aspirante se convierte en el verdugo más peligroso.
Los Scouts aseguran que: “La lealtad es difícil de encontrar, la confianza es fácil de perder y las acciones hablan más que mil palabras, reflexión que corrobora que cuando le restamos importancia a la palabra, queda expuesta la hipocresía, la mentira, la sevicia y las aseveraciones calculadas, pronunciadas con asombrosa frialdad.
Le doy mi palabra se convirtió ahora en afirmación negada como la credibilidad en la afinación de un tiple; le doy mi palabra es como decir “te amo” en la primera cita.
Urge un lenguaje verdadero, sin dobles ni triples interpretaciones, porque en esta o en cualquier sociedad la función del lenguaje debe estar fuera de toda duda ya que es el vínculo por medio del cual nos comunicamos y establecemos, tanto relaciones, como compromisos.
Las palabras tienen magia y con ellas se estimula, se despiertan emociones, se robustecen los contenidos, se dibujan paisajes, se evocan los recuerdos, se enaltecen las personas, las circunstancias y los hechos.
Con las palabras la luna se convierte en cómplice y las estrellas en celestinas, pero también con ella se disocia y destruye, se aniquila y fusila y así como hay expertos en glorificar con la palabra, los hay también versados y experimentados en acabar, arruinar y hasta ocasionar la muerte con pronunciamientos irresponsables dichos de manera ligera al oído de aquel que solo quiere escuchar lo que le adula o le conviene.
Qué necesario es pensar, decir y actuar con coherencia, porque si eso ocurriera no habría tanto documento de por medio, ni capitulaciones rebuscadas y redundantes donde se anota todo para evitar el fraude, la trampa y el engaño.
Los profesores preguntan: ¿Quedó claro lo que les dije?, ¿hay alguna duda? Todos mueven la cabeza de arriba abajo y cuando el tutor da la vuelta le dicen a su compañero: ¿Usted entendió algo? porque yo quede más perdido que el hijo de Lindbergh.
Cuantos momentos tormentosos evitaríamos si realmente comprendiéramos el valor que tiene la palabra.