Lástima que lastima a la humanidad – Fabio José Saavedra Corredor – #Columnista7días

Estaurófilo amaba la soledad, especialmente durante el silencio de la noche, este momento tenía la rara facultad de estimularle un enardecido entusiasmo, que lo obligaba a permanecer despierto sobre todo cuando lo acompañaba la luna llena. Esa noche había decidido subir a la capilla de San Lázaro, construida por los monjes misioneros en la cima del cerro, a comienzos del siglo XVI.

A través del tiempo se habían ido tejiendo infinidad de historias alrededor de esta, se decía que entre sus gruesos paredones de adobe, habían sepultado vivas a las monjas de clausura, que por quebrantar sus votos de pureza, habían resultado embarazadas por los fantasma retozones, que aparecían en la cañada por atrás del cerro, en las noches oscuras de invierno, cuando el cielo se cubría por densas nubes que amenazaban lluvia, el aire se tornaba pesado, el ambiente misterioso y el viento parecía cargar lamentos a su paso por la pendiente, cuando mecía los faroles colgados en las portadas de las viviendas, produciendo una rítmica danza de sombras que hacia erizar la piel a los osados noctámbulos, entre un coro de aullidos de perros escondidos entre los matorrales.

A esa hora de la madrugada el hombre avanzaba solitario por la empinada calle, el piso empedrado hacia más penoso el camino, iba encogido, como agarrándose de cada piedra. Esa noche el viento del Valle de Soracá, sopló llevándose las nubes de lluvia y dejando al descubierto el cielo, que poco a poco se fue inundando de estrellas, hasta que la luna llena iluminó el paisaje, acompañada por el concierto de los búhos. A mitad de la loma, Estaurófilo se detuvo y luego de recuperar el aliento, se perdió por una callejuela que lo llevó hasta los cojines del diablo, dos piedras gemelas, en las que nuestros ancestros Muiscas ofrendaban vidas humanas a sus dioses.

El caminante buscó el prado donde acostumbraba a descansar, recostándose en la hierba entretuvo la mirada en los palpitantes luceros, de pronto emergió de las sombras un perro que parecía cubierto por el vellón de una oveja negra, dando saltos de alegría alrededor del visitante, mientras que de una casa casi en ruinas, apareció la silueta vacilante de un hombre, era su amigo el mendigo que avanzaba recargando su vida en un bastón reumático.

Estaurófilo extrajo del morral un talego con provisiones y con dulce amabilidad las entregó al anfitrión, compartiendo con él un cordial diálogo sobre las ilusiones y sueños de cada uno en medio de la madrugada.

Así pasaron las horas hasta que las estrellas empezaron a cerrar los ojos, desapareciendo en el firmamento y la luz tenue de la aurora comenzó a dibujarse en el alto de Pirgua, el canto de los gallos se fugaba de los solares para perderse rodando por los cerros, mientras que en las pequeñas ventanas empezaron a parpadear las luces emitidas por lámparas de kerosene, las chimeneas despertaron despidiendo bocanadas de humo, que el viento se llevaba a su antojo.

Mientras tanto el mendigo, iniciaba el descenso a esa hora del amanecer, acompañado por el alegre repique de las campañas, invitando a la misa tempranera. Entonces, Estaurófilo vio subir a algunas mujeres rumbo a la iglesia del cerro, mientras que otras descendían presurosas, respondiendo al llamado de las iglesias del pueblo, entre ellas resaltaba la figura de su amigo.

Había partido, recargando en su bastón el peso de sus años, y llevando a la espalda el fardo de fique, que contenía los tarros como cofres de sus tesoros, los que a su paso tintineaban alegres como campanillas del sagrario, las lenguas desocupadas decían que eran miles de limosnas acumuladas en el camino de la vida. Desde lo alto lo veía descender despacio, con prudencia, con temor a tropezar y en una caída quebrarse el cristal de sus huesos, había tomado por costumbre oír la misa, sentado en la escalera del atrio, desde la tarde que el párroco le prohibiera entrar a la casa de Dios, con ese perro del demonio.

Los ojos de águila de Estaurófilo no perdían de vista al mendigo, inesperadamente, lo vio trastabillar y caer al suelo sin vida, las devotas mujeres se arremolinaron a ayudarlo, mientras el fiel perro aullaba, vio que unos policías armaron una camilla improvisada, en la que llevaron el cuerpo del difunto rumbo al cementerio, sobre él colocaron el fardo de fique con sus tesoros y cuando pasaron por el atrio, un gendarme imploró al párroco, – una oración por el difunto-, al que solo se le oyó mascullar entre dientes “que en paz descanse” y dando media vuelta se perdió por el centro de la iglesia rumbo al altar mayor. 

La mente ingeniosa y picaresca del pueblo, sembró en el sacristán la semilla de los fabulosos tesoros del muerto, los que ya se habían depositado en manos del burgomaestre del pueblo, para ser valorados en los próximos días por las autoridades, la ágil voz a voz, llegó también a oídos del clérigo, que, sin dudar un momento, partió a ofrecer sus servicios fúnebres, pagaderos después de vender el tesoro, oferta gustosamente aceptada por las autoridades.

Fueron las más grandiosas honras fúnebres de la historia, con banda de músicos y minutos de silencio, campanas tañendo toques de duelo y ataúd de ébano, “lo mejor para el querido anciano del atrio”, decía la caritativa voz del párroco, subido en el legendario púlpito, mientras soñaba con su bolsillo pulpito de dinero.

Extraña situación que originó su ira, cuando con ojos estupefactos, todos vieron esparcir el contenido de los supuestos tesoros del pordiosero sobre la mesa de juntas en la oficina del alcalde, de los que solo salieron clavos, puntillas y viejas herraduras, que el difunto había recogido en su travesía, por este sendero de lágrimas y tristezas.

Al clérigo solo se le oyó exclamar: ¡Sacrilegio! ¡Sacrilegio! ¡Mentirosos herejes! Su destino será el infierno.

Fabio José Saavedra Corredor
Miembro Academia Boyacense de la Lengua

-Publicidad-