El pánico y el horror de un atraco – David Sáenz #ColumnistaInvitado

Columnistas 7 días David Sáenz docente universitario de humanidade

La vida humana está llena de ironías y de contradicciones. A veces son estas contradicciones las que nos recuerdan que nada está escrito sobre piedra y que el futuro es siempre incierto. Desde mi juventud temprana me hice consciente de que el mejor camino para encontrar la paz es la misma paz, es decir, no se hace paz con más violencia.

También me he convencido de que la lógica del ojo por ojo y del diente por diente simplemente hace que el ciclo de la agresión y de la violencia se vuelvan infinitos. Todas estas convicciones me han hecho llegar a ser increíblemente indulgente con quienes roban, o sea con los atracadores vulgares, no los ladrones de cuello blanco. Hay una pregunta en el cuestionario de Marcel Proust que interpela así: ¿cuáles son las faltas que te inspiran mayor indulgencia? Cuando leí por primera vez esta pregunta inmediatamente pensé: el robo.

Pues bien, el día 20 de noviembre del 2021, en un sector llamado Yomasa, en la localidad de Usme, en Bogotá, me atracaron a mí y a un amigo con quien viajaba desde la ciudad de Villavicencio.

Llegamos al semáforo en donde confluyen varias avenidas. El trancón de la hora pico de las 4 de la tarde empezaba a tomar fuerza. Un joven de no más de veinte años, con acento muy colombiano, estaba pegándole a las llantas para verificar que no estuviesen pinchadas. Su instrumento era un palo fuerte y macizo, parecido a un bate de béisbol. Golpeó las llantas de mi vehículo y después se acercó a mi puerta, la izquierda. Bajé un poco la ventana para ofrecerle un billete de dos mil pesos. Sólo alcancé a decir: “parcero, muchas gracias”. 

(Colombia es un país increíblemente inequitativo, más del 60% de la población vive de la informalidad. Hay mucha gente que vive sin lo mínimo, por tanto, lo más sensato, es ser amable con estas personas, tratarlas con respeto y consideración).

Los siguientes segundos, o minutos, no sé cuánto tiempo pasó fueron los más difíciles de mi vida, han sido los minutos de la vulneración y de la indefensión. En la voz del atacante no había miedo. Sabía lo que estaba haciendo. Mi amigo después me dijo que otros tipos tenían el carro cercado.

Todavía escucho la voz que me dice: “entrégueme más billetes, billetes grandes, o si no lo apuñalo, ahora el celular, apurele, o lo apuñalo”. En ese momento sólo pude pensar que si me hubiese apuñalado, el cuchillo se habría clavado directamente en el esternón, o hubiera penetrado mi corazón que latía con ferocidad, seguramente similar a cuando una res es llevada al matadero. O hubiera entrado en el corazón. O tal vez me hubiese degollado. Ahí hubiera terminado la existencia de quien tanto habla del respeto a la vida y del pacifismo.

Mi amigo y yo entregamos dinero. También entregué mi teléfono, que todavía estoy pagando, otra ironía de la vida. Logramos irnos del lugar. Yo tuve cierta risa nerviosa. Las manos se me encogieron. Mi amigo estaba tan pálido como las paredes que duran años sin pintura y sin el cuidado de nadie. Me dijo que sus piernas se adormecieron. 

Más adelante nos encontramos con unos policías que hacían atentamente su trabajo de sacar comparendos a infractores. Me estacioné y le comenté al agente lo sucedido. Frunció el ceño, por poco me dijo, pregúnteme si me importa. Sólo afirmó tajantemente, «esa no es mi jurisdicción. Llame al 123».

Enseguida llamé. Conté lo sucedido. Dije que alguien tenía la ubicación en vivo del teléfono, dado que se la había enviado al entrar a Bogotá. Sólo me pidieron la dirección del lugar y me dijeron que iban a ver qué hacían.

Es cierto que una ciudad como Bogotá tiene muchos problemas. Seguramente los policías no den abasto con tanto comparendo que tienen que hacer por ahí o con tanto estudiante protestando y exigiendo más recursos para la educación pública.

Ahora bien, sé que este es un escrito muy personal, con cierto tinte de egocentrismo, ofrezco disculpas por ello. No obstante, lo escribo para dejar testimonio del horror que se siente vivir en un país en donde el Estado no es capaz de cuidar a sus ciudadanos. También escribo para decir que sigo pensando que el acto que mayor indulgencia me inspira es el robo.

No porque no me duela lo que con tanto esfuerzo se consigue, sino porque me hace preguntarme, ¿qué sería de la vida de este que me atracó y que no hubiese dudado ni un segundo en clavarme el cuchillo?, ¿cómo fue su educación?, ¿tuvo la oportunidad de valorar la vida?, ¿cuántas personas están a su cargo?, ¿también ha sido vulnerado?, ¿quién le ha enseñado a robar y a matar?

He de decir que todo el día he tenido rabia y tristeza. A algunas personas a quienes les he contado me han recomendado comprar un arma. Sólo pienso, si las armas y la fuerza fueran la solución a los problemas de Colombia, acá viviríamos mejor que en Suiza…

Para mí y para mi amigo fueron unos segundos de miedo. Por tanto, pienso en quienes viven constantemente ese temor, esa vulneración; los migrantes, muchas mujeres, los presidiarios, muchos niños, los habitantes de calle, los estudiantes que protestan, los que viven en sectores marginados y su diario vivir es la muerte. 

Un día, un amigo viajó a Guatemala por cuestiones de trabajo. A su regresó me contó que lo atracaron y que nunca más quisiera volver al país centroamericano. Lo juzgué por exageración. Hoy comprendo que no estaba excedido, que un robo, en donde se sabe que la vida pende de un hilo muy debilitado y mal puesto, es algo horroroso y se siente un pánico intenso. Ningún ser humano debería sentir que su vida vale menos que un celular o que unos cuantos pesos.

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