La lluvia del olvido – Fabio José Saavedra Corredor #Columnista7días

La bella Carolina se había prometido acompañar al abuelo, cuando los compromisos de la vida le permitieran un espacio de tiempo, su rostro tenía la serenidad heredada de sus ancestros.

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Sus primeros años habían transcurrido arrullados por la ternura de su viejo, él había sido su seguro refugio, después de que sus padres fallecieran en ese fatídico accidente, y aún después de que él quedara viudo, el dolor los había hecho más fuertes y más unidos, gracias también a las interminables tardes de enseñanzas y buen ejemplo.

En el recuerdo más antiguo de su infancia, lo evocaba montado en un enorme caballo alazán, erguido y fuerte como un roble, pero los años no perdonan y el tiempo ya estaba haciendo mella en su humanidad; hoy, ella haría todo lo que estuviera a su alcance, para hacerle más livianas y cómodas las cargas de los años seniles, a la inefable persona que siempre le había extendido la mano en el camino de su soledad. 

Esa tarde, Carolina se retiró de la baranda del balcón, en el instante en el que empezaron a desgranarse las primeras gotas de lluvia, acomodándose contra la puerta que llevaba a la alcoba del abuelo, recostada allí dejo que sus pensamientos se perdieran por la pradera que se extendía hasta el confín del horizonte, la intensidad de las gotas se fue haciendo cada vez más frecuente, hasta convertirse en un torrencial aguacero que cubrió el paisaje con un velo de negrura. 

La nieta detuvo su volátil imaginación, poniendo nuevamente su atención en la figura del anciano, el que acostumbraba a permanecer hundido en su quejambroso sillón, todas las tardes después del almuerzo, ella pensó, que el rostro del abuelo era fascinante, especialmente cuando colgaba la mirada en la interminable secuencia de gotas, en esos momentos sus ojos tenían destellos como los reflejos del sol en el agua de la quebrada, cuando corría alegre entre las piedras en los días de verano, entonces a él le afloraba en los labios una tenue sonrisa y su voz brotaba dulce como el gorjeo de las aves. 

Últimamente había tomado por costumbre hablar solo, eso decía la enfermera encargada de sus cuidados, pero Carolina sabía que él solo hablaba para ella, cuando percibía su cercanía, ese día dijo que la lluvia era igual que la vida, iniciaba con pequeñas e inofensivas gotas, luego podía convertirse en intensos aguaceros o incluso tormentas, que terminaban durmiéndose en los charcos de los potreros o en los remansos de los ríos, pero el sol volvía a brillar extendiendo su manto dorado, llevándose el vapor de agua a las nubes,  para continuar el encanto imperecedero de la vida con una nueva lluvia.

Desde niña, ella se dejó guiar de su mano en las fabulosas aventuras relatadas por el viejo, en las que habitaban gigantes y pequeñas criaturas en medio de relatos imposibles y heroicas hazañas, se liberaban las princesas hechizadas por brujas malvadas, en siniestros castillos o intrincados bosques, donde solo los temerarios y valientes podían vencer la maldad.

Todavía creía que para su abuelito no había imposibles y recordó una tarde en la que él le contaba que la lluvia se desgranaba sobre la llanura y que ella tejía en la distancia un velo con el que abrazaba a los árboles y las montañas y que a medida que el agua se retiraba el velo también desaparecía. Otro día, que en los techos cada gota entregaba la vida con alegría, mientras entonaba su prodigioso canto para el concierto eterno de la existencia.

Cuando niña, para Carolina, la sonrisa del abuelo era igual a las flores, que abrían sus pétalos de colores en las mañanas saludando la luz del día. También disfrutaba su espontánea cascada de risa, terminada en carcajadas, igual que el rio crecido por la lluvia, él feliz y ella convertida en su sombra lo seguía a todas partes. 

Esa tarde vio desde el balcón, como la lluvia se fue perdiendo sobre las montañas, tejiendo sus velos de fantasía, dejando el recuerdo de su paso por la llanura, así se había ido, igual que la memoria del abuelo, mientras él seguía con la mirada perdida.

Carolina sentía que su alma gemía, cuando cariñosa quiso ayudarlo a levantarse del sillón, y el la vio con la mirada vacía, reclamando un doloroso sin sentido, cuando dijo – ¡otro día que se ha ido y mi querida Carolina no ha venido! – Entonces con su amor desbordado fue guiando al abuelo, mientras de sus ojos se desgranaban lágrimas parecidas a la lluvia. 

Moraleja: Si no le temes a nada, témele al olvido.

*Fabio José Saavedra Corredor, miembro Academia Boyacense de la Lengua.

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