Un cumpleaños con el Jetón Ferro – Fabio José Saavedra Corredor #Columnista7días

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Ese día Antonio cumplió medio siglo de peregrinaje en la vida, muchas veces se preguntó sin hallar una explicación, por qué lo habían bautizado como Antonio María Domingo Federico, decisión de Narcisa, dijo Don Fideligno, su padre, cuando le preguntó al respecto, -esas vainas son cosas de mujeres -, añadió él, mientras caminaba llevando al niño de la mano, evitaba soltarlo para que no empezara a molestar a las hijas de la comadre Diocelina, que cada que podían lo llamaban Tuco, cosa que él odiaba.

Las muérganas chinas cuando pasaban por su lado, le hacían muecas con la boca abierta, como si gritaran a los cuatro vientos el molesto apodo.Antonio pensó que cincuenta años eran un jurgo de tiempo, cuando salió el día de su cumpleaños a la amplia portada de su casa campestre en la Isla del ‘Santuario’, para luego iniciar su caminata diaria, con la parsimonia del que nada le afana en la vida.Iba protegido del frío, con una gruesa chaqueta de paño que le regaló en Villa de Leyva su amigo José María, el escritor vetado y excomulgado en los púlpitos cristianos apostólicos y romanos de toda la región, la cabeza la protegía de la escarcha matutina con la gorra escocesa que le había traído su amigo Alberto Schlesinger por su cumpleaños pasado, en el hombro derecho colgaba su inseparable escopeta de fisto y terciado en el pecho llevaba el cuerno con la munición, la pólvora y los fulminantes, lo acompañaba también Greta, su fiel perra de cacería, ella no lo dejaba ni a sol ni a sombra, corría inquieta por el camino o se metía en los enmarañados matorrales, persiguiendo conejos y haciendo volar los patos que anidaban en los arbustos, los que en medio del vuelo lanzaban graznidos de protesta mientras se perdían en la distancia.

Así avanzaba por el empedrado sendero que lo llevaría al ‘Rincón de los Enamorados’, romántico lugar que formaba parte de las conversaciones femeninas en la villa religiosa. Estaba ubicado en el filo del acantilado, una pared rocosa que caía verticalmente hasta donde el oleaje del agua descansaba suavemente, con el murmullo de una caricia, a esa hora. El sol asomó tímido en el oriente, despertando la neblina, que plácida se extendía cuan larga era sobre la superficie de la laguna de Fúquene, semejando infinidad de vellones de lana blanca, antes de pasar por las diestras manos y los incansables husos de las hilanderas en la fábrica de ruanas de misiá Bertilda.

Con los primeros rayos de sol, la neblina comenzó a cobrar vida, parecía desperezarse, hasta que ayudada por la brisa que bajaba del páramo, se fue elevando al cielo, como el vapor de agua hirviendo cuando su mamita Narcisa destapaba las ollas en la estufa de leña.

El espejo del agua empezó a limpiarse en la laguna, haciendo que el paisaje se reflejara en él, como un hermoso óleo de ese mundo raro de las cosas invertidas, dibujado por la naturaleza. De pronto, de entre los espesos juncos ribereños, emergieron patos y tinguas nadando, rompiendo con sus remos la quietud ensoñadora de las aguas, mientras de los matorrales en las riberas de la isla levantaron vuelo una bandada de patos canadienses, los cuales cada año paraban en la laguna a descansar en su peregrinaje migratorio hacia el sur.

Desde niño Antonio había disfrutado la perfección de la naturaleza, la veía reflejada en la serenidad del rostro paterno, o en el vuelo de una abeja trasegando entre las flores en procura de su alimento. En la infancia se sentía seguro al lado de su padre, incluso protegido del maternal ramalito, el cual permanecía colgado en una de las paredes del corredor, Doña Narcisa lo había hecho con un viejo cinturón del abuelo, cortado en sendas tiras, amarrado con una delicada cinta verde para colgarlo de una puntilla, donde permanecía vigilante hasta que se escuchaba la inquieta voz materna preguntando, -mijito, ¿es que quiere ramalito?-, entonces el niño corría a esconderse detrás del sillón paterno, como si este fuera un burladero de la plaza de toros, en ese momento, el anciano terciaba en el pleito y con voz conciliadora decía, -mijita, no tenga cóleras, déjemelo a mí- de modo tal, que ella no tenía más remedio que regresar a sus quehaceres refunfuñando su desacuerdo.Antonio estaba seguro que su equilibrio emocional era herencia paterna, de él había aprendido la respuesta repentista cargada de ironía o de enseñanzas, envueltas en el humor sorpresivo que terminaba con explosivas carcajadas.También la quietud observadora de su padre, la que se fue acrecentado con el paso de los años, inculcó en Antonio el amor por la soledad y el sentido de observación minucioso de la vida.

Por eso él amaba el silencio de la isla en las madrugadas, cuando la suavidad de la brisa acariciaba los nidos y las cuevas en el bosque, para él, la soledad era el alimento de su creatividad, la disfrutaba hasta el delirio, en ese rincón soñado, su santuario de ilusiones, donde vio florecer esperanzas y convertir en realidad sus fantasías.  

El tiempo nunca había sido una preocupación para Antonio, la mañana ya se acercaba al medio día, sintió los rayos del sol retozando con los rizos del agua, entonces bajo a los juncales, cerca de Puerto Rendón, azuzando a Greta para que escudriñara entre los juncales, de donde levantaron vuelo una bandada de patos, solo basto un disparo para que cayeran dos al agua y la perra en ágil nado los recogiera, Antonio después de sujetarlos a su cinturón, tomo el camino de regreso a casa, donde extrañamente sentía que lo esperaba la soledad, su leal y cariñosa compañera, con la que compartiría un suculento plato de pato salvaje, el último día de su cincuentenario.

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