Que los niños celebren la vida y no la muerte – José Ricardo Bautista Pamplona #Columnista7días

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En medio de una época de incertidumbres, corrupción, abusos a niños por parte de desadaptados sociales, secuestros, enfrentamientos, polarizaciones, odio y otra lista más de situaciones dolorosas que registramos a diario en los medios de comunicación, resulta muy lesivo rendir culto a la muerte y al diablo, como se hace en estas épocas del mes de octubre, cuando en las oficinas, portales de conjuntos residenciales y vitrinas vemos expuestas las imágenes de demonios, brujas y calaveras. 

Esta “celebración” que viene de los Celtas, el Shamhain, se remite a que en el final de octubre era el día que marcaba el nuevo año y en el que los muertos volvían a caminar entre los vivos. Era el día en que los espíritus retornaban y para eso se disfrazaban y dejaban comida para que los interfectos malvados no los atacaran. 

Así lo sustentan las investigaciones que se han hecho acerca de esta “tradición” que en nuestro país tomó vuelo y en poco tiempo se convirtió en una fanática costumbre ratificada cada 31 de octubre, desatando la polémica sobre su origen, ya que muchas personas lo consideran una práctica ilógica y malvada, en tanto que otros aseguran que hace parte de su identidad cultural. 

Sin duda esta rutina en nuestro país, es la réplica de algunas influencias llegadas de otras partes del mundo, consideradas como prácticas oscuras ensimismadas en una contradicción de la misma palabra pronunciada en inglés “All Hallows Eve” que significa “noche de todos los santos”, tomada hace muchos años como el resultado del sincretismo entre las tradiciones cristianas y las paganas y más exactamente en la cultura Celta que tuvo su auge en la edad de hierro, en el continente Europeo y en las Islas Británicas donde se conmemoraba una fiesta denominada Samhain para el fin de verano. 

Pues bien, en ese lugar los frutos que se recogían por la época eran los productos secos, así como los zapallos, calabacines y calabazas, razón por la que esta fruta simboliza la controvertida estación del Halloween. 

Por su parte el uso de los disfraces y las pérfidas máscaras vienen también de esos tiempos, porque se empezaron a utilizar como una manera de emular ese periodo de transición entre la vida y la muerte y se colocaban en el rostro para espantar, supuestamente, a los espíritus que volvían para hacer daño.

¿Pero porqué asociamos esta mítica y extraña práctica con los niños? 

En México la celebración en el último día del mes de octubre se conoce como “Hanal Pixán”, que es el día dedicado al ánima de los infantes; en tanto que el 1º de noviembre es la de los adultos, seguido por el día 2 de noviembre, que para ellos es el de todos los santos, una mezcla rara y extraña si se tiene en cuenta que las costumbres mayas hacían énfasis en rendir tributo al altar de los muertos. 

Todo esto ha sido histórico influenciador para haber establecido el 31 de octubre como la mal denominada fiesta de los niños, asociada a la costumbre norteamericana de pedir dulces y utilizar disfraces, acciones propias también de la cultura Celta, aprovechada por estas potencias para la activación económica y el crecimiento de las finanzas y eso sin hacer referencia a la intoxicación que produce en los menores, el voraz consumo de kilos y kilos de azúcar en tan solo una noche, pero ante todo el comercio y sus amañadas estrategias de comercialización amparadas en el manoseado reclamo del «derecho al trabajo». 

Cualesquiera que sean sus orígenes, provengan de donde vengan, no es consecuente celebrar estos absurdos espectáculos en un país donde hay tanta riqueza ancestral, desplazada por estas manipulaciones mercantilistas que lo único que han hecho durante décadas es apartarnos de nuestra verdadera esencia para darle paso a enmarañadas prácticas que animan y exaltan la muerte y la maldad reflejada en artefactos abominables donde se recrean la sangre, los hachazos en la frente, la amputación de miembros y el terror, algo que puede ser muy divertido para los adultos pero que marca en los niños esos miedos que nunca desaparecen, porque se adhieren a la piel de sus recuerdos, manifestados luego en pesadillas y tormentosas apariciones en la oscuridad que, ni los más afamados psiquiatras, han podido curar. 

¿Es acaso lógico ponerle a un niño una máscara que tiene marcado en su rostro los puntos de una horrenda cicatriz, causada por un acto de violencia? 

Yo no sé a ustedes, pero a mí no me parece gracioso aterrorizar a un niño con esta clase de “juegos” que ponen en riesgo la estabilidad emocional de un infante y lo incitan desde sus primeros años de vida a la habilidad de actos diabólicos, como el caso del papá que regala juguetes bélicos a sus hijos y luego se pregunta por qué en la sociedad se matan unos a otros. 

En un país que lo tiene todo: paisajes, folclor, cultura ancestral de sanas y sabias prácticas, exuberante vegetación, una fauna incalculable y una flora que pulula por los poros de la tierra mostrando su belleza en retoños de ensoñación. Un país donde hay tiples, requintos y guitarras por doquier, donde los niños pueden tener la fortuna de ser mecidos por el sonido enigmático del mar, el crujir fascinante del viento en las montañas, y arrullados por sonajeros de autenticidad. Un suelo fértil de trigos y manzanas, de carnavales y festejos, de bambucos, sanjuaneros, cumbias, joropos, carnavalitos y carranga, de exquisita gastronomía, de personajes invaluables que han dejado su huella en la identidad del tiempo. 

En un país de tan reveladoras esperanzas, ¿cabe celebrar una supuesta festividad donde se incita a los niños a rendir culto a la muerte y la violencia, al diablo, al mal y lo abominable?  

Me pueden tildar de aguafiestas, retrógrado o anticuado, pero la respuesta es y será siempre NO. NO y mil veces NO, porque he tenido la fortuna de protagonizar momentos inseparables de mi memoria donde los párvulos han crecido en medio de la valoración de su atesorada cultura, donde han empuñado desde muy pequeños tiples, requintos y guitarras para entonar los sonidos de su tierra, donde han sido moldeados con las manos enternecedoras de la identidad, y han recreado su talento a través de la danza, la pintura, el teatro y la oratoria,  por eso hoy son seres de luz y éxito, con apropiación exacta de criterios propios. Muchos de ellos optaron por el arte como oficio y profesión, y otros escogieron carreras en el derecho, la medicina o la administración, sin embargo, lo estético y amoroso esta siempre en sus corazones como raíz y cimiento de su sana formación humanística, convertida luego, en cultivo de valores, heredados a su descendencia. 

No le encuentro nada gracioso a los supuestos “juegos”, heredados de padres a hijos, donde asustar al niño sea el hecho que cause satisfacción y aberrante disfrute, mientras que para el infante es un trágico momento que trae funestas consecuencias nocivas para su desarrollo, porque ganarse el respeto mediante el temor, es una absurda práctica que desafortunadamente no hemos podido erradicar en nuestra sociedad. 

Expertos aseguran que: “cuando los miedos son infundados, se generan ansiedades innecesarias, se puede distorsionar la capacidad para identificar los estímulos manifestados en temor, y se promueven sensaciones negativas sobre situaciones o figuras que no deben inspirarlo”.  

Por eso cuando por ejemplo se le dice a un niño que si no come, o se porta mal se lo lleva la policía, se está creando un mal concepto de la autoridad y mucho más cuando el hermano mayor llega con una máscara guardada del flamante día del Halloween, o una sábana para representar un espanto amenazando al niño e infundiendo aprensión para que haga caso, esa es, sin lugar a equivocaciones, la más infame acción que podamos imaginar, porque es como cuando marcamos el ganado con un hierro al rojo vivo y su huella queda por siempre y para siempre adherida a su corpiño. 

¿Y qué decir cuando sometemos a los niños al ahogo bajo el agua para que le pierda miedo al mar, ocasionando con esto un rechazo a esta práctica prolongada durante toda su vida? Primero los aterrorizamos, les sembramos temores y luego los llevamos al psicólogo para que le quite los miedos, una especie de masoquismo propio de las tantas contradicciones del ser humano.

Hay muchos ejemplos con el que pudiera recrear mi reflexión de hoy, pero solo me limito a mencionar algunos con los que logre llamar la atención de la familia en torno a esta absurda celebración que involucra tan de frente a los infantes, hasta el punto de atrevernos a decir que la fiesta de Halloween es el día de los niños. 

Tamaña contradicción que no merece otra cosa que el rechazo y más en las épocas actuales cuando tanto requerimos de actos bondadosos con los que podamos educar a niños y jóvenes, luego de una pandemia que les ha cortado las alas y los ha tenido prisioneros en un reducido espacio donde solo hay cabida para las toxicas noticias que llegan por las redes y la televisión. 

Mas amor para los infantes, más fechas donde se exalte su talento y se propicien espacios de crecimiento físico, intelectual y humano. Mas jornadas que proporcionen su goce, porque no hay nada más diáfano, trasparente y sublime que la sonrisa de un niño producida por sensaciones de satisfacción y amor pleno, ese mismo amor que se guarda en la memoria del alma y que aflora luego en benéficas y ejemplarizantes acciones. 

SÍ a la fiesta de los niños, SÍ a las celebraciones sin máscaras ni demonios, y SÍ a todos aquellos actos donde nuestros menores puedan construir un catálogo de buenos recuerdos que de seguro incidirán en la proyección de sueños y futuros posibles. 

«Por ahora permitámosles a los niños celebrar la vida, porque ya vendrá el momento en que tengan que enfrentar el verdadero enigma de la muerte».

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