Tiempo y vida en justa medida – Fabio José Saavedra Corredor #Columnista7días

Nicanor paso su brazo por los hombros de Amanda, su compañera de peregrinaje en la vida, ella se arrebujó suavemente contra él, a esa hora de la tarde acostumbraban a suspender labores en el taller de ebanistería y las actividades del diario vivir en el hogar, para sentarse a la orilla del acantilado, bajo la acogedora sombra del gigantesco acacio rojo, allí permanecían con las manos entrelazadas y los gratos recuerdos rondándoles la memoria, disfrutando la belleza del atardecer en la bahía.

El sol del ocaso brindaba su efímera caricia a la ondulante superficie marina, con el hechizo del atardecer enmarcado en una corta travesía desbordante de brillo y color, obligando a la vida a detenerse para disfrutar el imponente espectáculo de la naturaleza, en un juego continuo de las olas debatiéndose entre luz y sombras, mientras que el paso de la brisa dibujaba en la superficie del agua, una lluvia infinita de diminutas gotas de agua danzando espontáneas en la despedida del día, en ese momento en el horizonte, la luz solar se desplegaba en un abanico, como un pavo real haciéndole la corte a su pareja, de la misma manera que el sol pretendía impresionar a la luna que ya empezaba a dibujarse en el cielo.

Los enamorados pensaron que ya había pasado mucha agua por debajo del puente del río Manzanares, como el tiempo que se había ido sin ellos darse cuenta, desde aquella tarde cuando el párroco de la iglesia en el pueblo, les dijera después de la bendición, “hasta que la muerte los separe”. Nunca se habían preocupado por el paso de los años, mucho menos por el día de su muerte. Entonces sus miradas se abrazaron en el diálogo del silencio, donde las palabras sobran para estar de acuerdo, ellos sabían que seguían igual de enamorados, como el día en que el sacerdote los despidiera en el atrio de la iglesia, con esas sabias palabras que para otros parecerían una condena.

Nicanor vio cómo la brisa fresca jugaba con el cabello de Amanda, blanco como motas de algodón en cosecha o el plumaje de las gaviotas, que a esa hora regresaban con aleteos cansados, deseando llegar a la paz de sus nidos. De pronto ella dejó brotar sus pensamientos, como si estuviera pensando en voz alta, cuando dijo a su esposo, que ya era hora de pensar en la cercanía de su partida a la otra dimensión, entonces decidieron construir dos ataúdes en el taller de Nicanor, hechos en guayacán cenizo, sólido como piedra, para que nunca le entrara el gorgojo.

A partir del siguiente día, él dedicó todo su tiempo a satisfacer el anhelo de su esposa, encargó los bloques de madera al Negro Zacarías, su mayor proveedor, un aserrador que nadie sabía de donde, ni cuando había llegado al pueblo, siempre estaba cubierto por un manto de misterio, él solo vendía madera para hacer féretros, unos le pedían cedro, otros, roble, incluso algunos pescadores y marinos de vieja data,  le pedían balso, para que su camposanto fueran las aguas del océano, usualmente la ceremonia de estos funerales, la oficiaba un sacerdote que había sido capitán en un barco mercante, y desde la cubierta de una barcaza o de una lancha, lanzaban a navegar al difunto, el cual, en medio de alguna tormenta terminaba en las profundidades abisales.

Así pasaban los días de Nicanor, dedicado a cumplirle el deseo a su amante esposa, ella quería que le tallarán ramas de olivo en las tapas, él las trabajaba con el esmero del artista entregado a su obra, otro día, quiso que le tallara flores de anturio, incluso una tarde le pidió que en el centro de la tapa llevará un ramo de rosas blancas, Nicanor después de tallarlas, las pintó con la leche indeleble del árbol blanco, que solo nacía en la sierra y se podía ver en noches de luna llena.

Así pasaron muchos días y ocasos bajo el acacio rojo, hasta que la dama dio su aprobación a los ataúdes, con un beso que duró varios días con sus noches. A partir de entonces estos permanecían parados a la entrada del taller, con las dos puertas abiertas, como invitando a sus dueños a hacer uso de ellos. La fama de los singulares féretros se regó como pólvora, a diario llegaban, gentes de otros pueblos y Nicanor no podía atender tanto requerimiento, por eso contrató trabajadores para él dedicarse solo a tallar los curiosos pedidos de sus clientes.

Así fue pasando el tiempo, él ya había enterrado a varias generaciones, mientras que sus ataúdes seguían recargados a la entrada del taller con las puertas abiertas, entonces quisieron morirse y en los ocasos imploraban al cielo que se acordara de ellos, sin lograr ningún resultado con sus rezos, incluso trajeron brujos del Amazonas, los cuales tampoco pudieron curarlos de la vida que se les convirtió en tormento, hasta que vino el palabrero de Fonseca con el hechicero mayor de la Sierra, el que después de muchas oraciones y conjuros una tarde logró que el gorgojo atacará a los féretros.

En esos días Nicanor y Amanda se contagiaron de una extraña enfermedad que los obligaba a estornudar sin descanso, hasta que en poco tiempo de los ataúdes solo quedo el aserrín que había dejado el gorgojo, con el último estornudo ellos también se fueron en cuerpo y alma, caminando sobre las olas hasta perderse en el último ocaso, cuentan los que estaban en el acantilado que ellos fueron el primer matrimonio al que el amor le alcanzo para seguir viviéndolo eternamente, que los habían visto perderse entre los rayos del sol en ese atardecer.