¿El poder para qué? – José Ricardo Bautista Pamplona #Columnista7días

Desde la niñez todos, reconozcamos o no buscamos el poder, entendido como aquel que otorga privilegios y permite acceder a varios de los caprichos, como el párvulo que hace pataleta para tener en su dominio el juguete preferido.

Esta palabra se utiliza para describir la facultad, habilidad, capacidad o autorización para llevar a cabo una determinada acción, e implica poseer mayor fortaleza corporal e intelectual en relación a otro individuo y superarlo en una lucha física, en una discusión, o en cualquier campo donde haya que mostrar la supremacía.

Son muchos los mecanismos que utilizan los seres humanos para lograr el dominio en una sociedad, por eso se sabe que los poderosos son quienes hacen posible las cosas, o determinan si algo se hace o no.

En las colectividades esta palabra está asociada a la autoridad, de ahí que cataloguemos de “autoridades” a quienes, a través de instituciones, otorgamos esa facultad para que nos representen y tomen decisiones por nosotros para lograr los objetivos comunes.

La sociología, la politología, o el derecho son ciencias que se han ocupado de este tema y cada una de ellas lo comprende, a su manera, por eso han hecho una clasificación del poder, asociándolo a varias áreas de la dinámica vivencial.

Existe el poder coercitivo, considerado como aquel que emplea una amenaza o la intimidación para lograr que el otro acate una autoridad; el poder de recompensa, que ofrece un premio o una remuneración a quien cumpla sus designios; el poder legítimo, que proviene de un puesto de autoridad elegido o designado conforme a la ley; el poder de referencia, definido como la influencia por aquellos grupos a los que pertenecemos o a la cercanía con políticos y personas que toman determinaciones.

Mucho se ha dicho también del poder de los medios, entendido como el control o manejo que se tiene sobre la información que consumen las audiencias, es decir, el poder de manipular o administrar la información, direccionando pensamientos e influyendo en la opinión pública.

Sin embargo el poder político, que es el que el pueblo delega en las personas e instituciones para que tomen en su nombre las decisiones más difíciles respecto a la conducción de la sociedad, es por el que la humanidad ha venido negociando históricamente, para lo cual se vende hasta el alma, con tal de llegar a ese imperio legislativo, concedido a los parlamentos, congresos, asambleas y concejos, donde, como su nombre lo indica, se legisla y se diseñan las leyes que debe hacer cumplir otro dominio acreditado como el poder ejecutivo, representado por el presidente, gobernadores y alcaldes y a través de ellos, por ministros, secretarios de despacho, gerentes y directores, entre otras denominaciones, a las dignidades públicas.

El poder judicial, encargado de la interpretación de las leyes en el marco de las normas de la constitución nacional; el poder militar, conocido como la fortaleza de las fuerzas armadas de un país; el poder de la iglesia, con la que se adoctrina a los fieles desde el púlpito, el poder económico mediante el cual se compra la respetabilidad y se ejerce sumisión sobre personas, empresas y comunidades y, en fin, todo gira en torno a este vocablo que soterradamente muchos buscamos para estar siempre por encima del otro y ejercer señorío influenciador con el que se consiguen objetivos ya sean personales o agrupados.

En los cuentos que leía en mi infancia me divertí mucho con un episodio recreado en la revista Condorito, cuando el dueño del balón, al ver que su equipo perdía, lo metió bajo su brazo y se retiró orondo del campo dejando perplejos a todos y sin que nadie lo pudiera impedir, porque quien se lo llevaba era justamente el dueño de la pelota.

Pero más allá del ingenioso humor, el análisis que hice a mis escasos 8 años de edad, fue sobre la supremacía que tenía ser dueño del balón y no un convidado más a jugar con él. Solo quien es dueño supremo de algo hace con ese objeto lo que quiere y por eso los poderosos en las finanzas dicen “yo hago con mi plata lo que se me antoje”.

Los analistas han dicho que las personas con poder abusan de él con mucha frecuencia y también se ha catalogado como máximas, aquellas que dicen: el poder corrompe y acalora tanto que hace olvidar al individuo de sus principios y valores adquiridos en el hogar como la honestidad, el respeto, la ecuanimidad y la prudencia.

Ahora bien, en nuestra sociedad el afán del poder es cada vez más crónico y los beneficios que conceden los cargos públicos se convirtió en la presa más codiciada para manipular y manejar los recursos al antojo y conseguir lo que tal vez para algunos, lícitamente es imposible. Nada diferente a lo que sucede cuando se utiliza el poder para acosar sexualmente a otra persona, o para ejercer una persecución cuando la víctima no accede a sus perturbadas intenciones.

¿Quién no recuerda los sabios consejos de los mayores cuando se referían a la honestidad y a sus recomendaciones sabias de trabajar de forma recta para cristalizar los sueños?

¿Quién, que haya caído en desgracia a causa de sus malas acciones, no trae a su mente las moralejas de los padres cuando se referían a la forma correcta de acceder a grandes dignidades y estatus económico, con el sudor de la frente?

Tal vez esas meditaciones de los ascendientes sean catalogadas en este momento de fulgor fetichista como palabras cursis, anticuadas, dichas por quienes supuestamente nunca lograron nada en la vida, o por aquellos que jamás pudieron salir de la pobreza.

Sin embargo, en el momento actual de los vertiginosos cambios sociales, es urgente volver a encontrarnos con esas cavilaciones expresadas por los instruidos natos de blanca cabellera, que nos recalcaron siempre en la valía de la familia como fuente y fin de la existencia y en el precio que tiene conciliar el sueño sin mayores exaltaciones o las reclamaciones de la voz de conciencia.

Cuando la ambición desbordada del poder ocasiona la pérdida de los manuales de rectitud, cuando con el ardor del poder se destruyen los hogares y acaba con los principios de la lealtad, la amistad, la fidelidad, el amor y el respeto, es cuando nos preguntamos: ¿Y el poder para qué?, ¿Acaso no están tras las rejas los encopetados poderosos que desviaron sus pasos por el camino del mal para lograr sus excéntricos caprichos? ¿Y acaso no terminan solos quienes estando en el poder tuvieron una amplia corte de falsos aduladores que alimentaban su ego?

En estas épocas de precandidaturas, amañamientos políticos y cuando los actuales gobernantes están en el 50% de su segmento administrativo, vale la pena detenernos a pensar por un instante en estas deliberaciones para lograr entender un poco la lógica de la vida, aquella, que como dice Ana María Naranjo en su composición, enseña más que las letras.

Bienvenido el poder como vehículo de servicio, como mecanismo para el crecimiento de los pueblos, como herramienta para el desarrollo de las comunidades y como arma para vencer la adversidad, la violencia, el atraso y la pobreza.

Bienvenido el poder para direccionar los recursos públicos hacia inversiones útiles en la educación y el empoderamiento del conocimiento, matizado por manifestaciones nobles del espíritu con las que se enaltezca la identidad, el ancestro y el aumento de la capacidad creadora.

Bienvenido el poder como ejercicio ejemplarizante para las presentes generaciones, como acción de ayuda, como espacio para generar crecimiento intelectual y humano, como factor de decisión que logre enrumbar a las sociedades por senderos esperanzadores y como facilitador para cristalizar sueños individuales y colectivos, porque llegar a la cima utilizando la trampa, el codazo, la manipulación, la intriga y la traición, es acceder a una medalla manchada que no vale la pena recibir y menos lucir en la pared, o el pecho donde se exhiben los trofeos que evidencian el éxito.

Si el poder arruina mi hogar, acaba con mi familia, me aparta de mis verdaderos amigos, empobrece mi corazón y destruye mis principios, entonces me pregunto nuevamente ¿y el poder para qué?

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